Escapa
el arte a la mano tranquila, busca la palma del jazz,
el
puño americano. Las baquetas redoblan su interés por el ritmo, su desdén por el
piano
que
rezonga y se mortifica. El pianista es un tipo esbelto como Fats Domino:
se
las sabe todas. La banda arranca gritos de la soledad que amarga. Ni el público
desfallece
ni hace
calor aún, se amontonan los recuerdos en la esquina de la barra.
Otra
mujer fatal vestida de carmín. Sus medias que aprietan los rombos de la noche.
A
media luz, el humo parece una señal de humo. El hielo tintinea al compás.
Todos
abiertos al crudo espectáculo. Es el crooner que muestra su tenebroso interior.
Así
que la cantante rectifica su afro vertical. Se llama Janelle y posee un secreto
nubio,
es
poseedora de un lance, un paso crónico sobre el rocío, una batidora
instrumental.
Sus
ojos garbean reclutando neón, verificando el desarme de los gangs.
Afina
y canta sin perder la cabeza; su dibujo se anima cuando el bajo irrumpe
en la
canción con su línea proteica.
En la
pista, los pies son más rápidos que el ojo, son pies de foto, mala literatura.
Hay
un reguero de sudor que comienza en el cuello de la rosa y se desliza
sinuoso
hacia el torbellino. La pequeña bailarina jadea sin motor, frena su instinto
para
girar un rato contenido, pisa unos labios demasiado finos para decir su nombre.
Janelle
pronuncia el verso con extraño ardor, la nota asciende desde el estómago,
broca,
brusca, boca, lista y a punto de fabricar su cadena de montaje sonoro, recta
como
un espejo delante de la nada. El cristal entra en quiebra, los vasos,
vertiginosamente
alzados, derraman un sonido chocante.
La
batería carga el martillo neumático, solo la voz precede al estallido de la
voz.
El
silencio cruza las piernas y se dispone a escuchar,
el
tiempo cae sobre las mesas como un imperio dejado de la mano del hombre.
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