Qué pena. Pasa la vida, la vida es un
desierto y si hay alguien, si existe,
está en el cielo, lejos de todas
partes. Está en el cielo, es invisible,
alma de quién. Se recrudecen las almas
con todo su equipaje
de lágrimas, hacen sitio a todo el
aire. Hablar de un alma en concreto
es difícil porque hay que saber de
ella, para hablar hay que saberla,
para decir por qué tiene los ojos
rojos de tanto llorar, los ojos
grises de tanto querer llorar, tiene
los ojos negros de tanto eternizarse.
Otras almas han perdido la razón,
revolotean sin sabiduría ni rostro
en torno a los chacales como cuerpos
exangües, cuerpos exánimes,
delicados cuerpos deliciosos. También
el arte está en el cielo, un espíritu
anima las circunvoluciones del pincel,
el rastrillado de la pluma nueva
hacia la aurora, las manos en el bolso
del genio apartado por la crítica.
Crea. He ahí el nexo, el eslabón
perdido, el alma es creativa por imperativo
natal, va creando sus monstruos desiguales,
sus obras de teatro,
esquelas y panteones, va construyendo
arcas para todo género de cosas,
o construye diluvios por medio del
humo y el aliento, la palabra.
Algo extraordinario es que un alma
hable en francés y se la entienda;
que un alma salga de Alabama y marche,
camine sin destino ni cansancio,
vuele como un ciclón a la deriva, se
ilumine con una sonrisa preciosa.
Las almas vienen a decirlo todo en su
francés, que es un idioma poético;
el castellano es para cadáveres con delirios
de entereza, para los libros
escritos en la sombra, nunca escritos
o escritos en inglés intraducible.
El castellano es un idioma descarnado,
demasiado español para ser
un buen inglés. Por eso un alma sabe
lo que sabe, chapurrea y se defiende,
conserva rasgos de cultura, rangos
militares, la disciplina espartana
en casos de necesidad extrema, esa
manera de desfilar mirando al frente,
a la frontera, allá donde no hay más
que una franja de hielo, donde la vista
no alcanza: nubes y problemas. Pues un
alma es dios en toda regla, nada
de sucedáneos místicos ni revelaciones
ni últimas palabras, profecías
ni vuelos sin motor, es un ser
increado y nativo, génesis y futuro, redención.
Ahora, su alma. Su alma ocupa un
tremendo espacio (casi mínimo
en comparación). Despide un breve
fulgor; todo en ella es mínimo y breve,
simpático, como el pequeño ser que
nunca fue. Es una nota musical
y cada sinfonía del río, cualquier río,
cada melodía tallada en la piedra,
cada recuerdo. Tiene los ojos negros,
el pelo negro recogido, las manos
limpias, los pies de un pequeño lince
recién nacido, el pecho de una madre.
Habla en su lengua rota, como
recogiendo trozos de silencio por el suelo,
barriendo frases trascendentes que
nadie habrá escuchado, dando fe
de una grata nostalgia, una franca
compasión, un gran desvelo, repartiendo
rosas entre gotas de lluvia, entre la
maleza o por el parque, siempre en acción,
siempre en movimiento con su
solemnidad espiritual, su acento efímero
y sus vértebras, el tono del discurso
que no deja de ser una aventura
en ciernes, un llamamiento a la calma
de las interjecciones y los platos rotos.
En su regazo crecen flores que luego
habrán de ser galaxias enfrentadas,
Andrómedas furiosas, misceláneas
veloces bajo mil azules desbordantes.
El alma ante el espejo a la distancia
media a la que claudica el sentido
y la belleza se muestra en su
explícita inocencia, su moderado afán.
Ahora, el poeta. Menor que un verso
herido. El poeta se aparta
de la vida. Engrosa los balcones que
revientan de flores apagadas,
se oculta tras el fuego, una cortina
de voces, luz que revolotea y llueve
como un signo de su propia conciencia.
El poeta sin alma ni entusiasmo,
clavado en una cruz abandonada, dueño
de su hermosa sangre,
abrazado a una rama, a un rayo, al
rostro del amor que empapa las horas
enterradas y enjuga su llanto amargo
en un pañuelo puesto al sol,
una llama dispuesta a despertar del
sueño universal, a despertar elevadas
pasiones o levantar una muralla de
besos sobre el terciopelo suave
de las mejillas, su femenino asombro,
el colorido ardiente de la sed.
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