Oh, tranquiliza el amor, cómo exprime.
En todas las miradas se halla un resto de amor,
una licencia poética. Ella miraba con
el toque glorioso del amor perdido, el cariño de cara a la pared.
Lo hacía de repente, suspirando sin
ninguna certeza, sin aparatos,
conteniendo el aliento en mitad del
corazón.
Estaba mirando desde la azotea, que es
un mirar hacia abajo algo tramposo, y las personas
caminaban como seres inferiores por la
calle, estrecha desde ese punto privilegiado de vista,
un punto ciego en sentido escéptico
radical. No se daba conocimiento alguno: el silenciador, la mira telescópica,
el blanco. La diana dibujada en el
centro de una nube revoltosa, nube
de pensamientos. La obra citada en el
discurso, la letanía mencionada en un prólogo salvaje. Esta es la obra de arte,
teatro y vida. El juego que no acaba, no
se aprende, al que nadie quiere arriesgarse otra vez.
Ella apostaba a un juego diferente,
uno propio como todos los demás. La muerte revoloteaba entre los muertos,
en su salsa. Los libros prometían una
extremaunción, la llamada de la sangre, eutanasia fingida. Había mármoles
por todas partes, parte en el cerebro,
parte en la mirada absoluta de los enamorados. La piedra
venía a compensar el deseo, su derecho
a soñar.
En la pantalla, el héroe pronosticaba
el tiempo vestido con su esmoquin informal: iba de farol y encargo. Los chicos
se dejaban querer mientras acuñaban raras
tesis en su carrera contrarreloj.
Contra el destino. Un profeta con cara
de hombre bueno sentaba las bases de la revuelta, minimizaba las tensiones,
obstaba como un obstáculo tangente,
era un muro the wall, la misma santidad hecha
terreno urbanizable: tenía las ciudades
en un puño.
Verdaderos creyentes atendían al
público en el comedor social. Gente que creía en el silencio, músicos a sueldo
del estado. La voz del rap se elevaba disuelta
en un vaso de furia y el cielo la escupía
directa a los ojos de los guardaespaldas,
que depositaban sus armas en la hierba, llenos de gracia
bajo el gélido imperio de la ley. La
voz ardía tanto que el monte dibujaba su rostro en el asfalto y los perros esperaban
felices un corro de lluvia.
El amor hablaba de una soledad organizada
en torno a la belleza del alma. En un alarde de ingenio
interior, de mutismo, conectaba con
una pléyade de inocentes abejas, un terrón de mariposas. Entonces, ella tomó
una flor,
una rosa cualquiera devota de su
estirpe y remó hacia la orilla del espacio olvidada de todo. Sus labios
formaron una diáspora, formularon un limpio
movimiento y dedicaron un beso al horizonte
que enfilaba el crisol de la avenida.
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