Obscena literatura. Como todo saber. Envilecen
los niños descubriendo a los clásicos. Los profesores
tientan sus vestiduras, se tienen,
explican materias abstractas con lascivo interés: saben de lo que hablan.
Superan permanentes reválidas. El maestro
lee un libro voluminoso, un tronco, tanque libresco
fenomenal que debe contener multitud
de expresiones modernas, un radio terrestre de fantasías animadas;
su concentración adquiere proporciones
míticas o de examen de final de carrera, una tesis por barba, su expresión
es filosófica, filial, no
filantrópica, absorta en el odio hacia el género humano y su mediocridad.
Crítica y acción. Colocar un verbo y
esperar las consecuencias: a esto se reduce el canon literario. Exégesis
diversas
tendrán lugar, su lugar en el mausoleo
de las apariciones, su vacante en alguna estantería.
Los chicos redimen sus novelas con sorda
perfección, perfeccionan su histeria e incluso se enamoran para dar
mayor realismo a sus débiles
personajes, diálogos y silencios. Emplean el silencio como un arma de autor,
desconocen la propiedad de una palabra
enterrada, omitida, sacada a rastras del pensamiento y el canto.
El amor es un trance: da que hablar,
de qué escribir. Se cuentan por millones los opúsculos, los libretos
tácitos y no tanto, las vicisitudes
del pobre hombre, la muchacha especial con su cabello de orden mágico local,
la transición no violenta hacia el
abandono o el hielo. Desesperarse en una jugada comparable al enroque, la
apertura
de las hostilidades da juego. La vida
es un monopolio real, con su cárcel integrada y sus moteles de carretera
llenos de lamparones y miseria
envasada al vacío. La policía llega y dispara, los automóviles chocan
y la lluvia empapa camisetas y
carteles, periódicos y lunas.
Otra chica oriental lee sentada en una
posición de yoga difícil de imitar. Su belleza culturiza las páginas,
trasciende y se convierte en una
modificación teórica del arte; se supone que aborda una obra tremenda, poco
abundante,
de una ingenuidad fuera de lo común,
es decir, genial. Su belleza disloca las metáforas y crea metafísica entre
líneas
donde apenas florecía una pérfida
contracción del ego, otro misterio para diletantes lectores impulsivos.
El arte, de ese modo, subyace y es
sustituido por una integración modélica harta de párpados e iris,
revoltosas mejillas, rodillas exigentes.
Las piernas de la chica se despliegan como alas,
fortalecen su encanto a través de la
consagración romántica y el protagonismo.
La crítica se tuerce cuando intenta
retomar el hilo, hilvanarse. La crítica es un coche de caballos enfrentado a un
bólido
espacial que adelanta por el centro
del carril, se ve destartalada, mira a la estratosfera, donde suelen ocurrir
milagros y explosiones, pero no ve la
luz. La luz se ha construido a dos- tres frases terminales de distancia,
ha salpicado perdón en un plato de
olvido. Se propone iluminar el mundo desde un papel mojado,
su atalaya. El cuaderno se ha vuelto
competente, ya no parece el mismo que ocultaba faltas de ortografía y esqueletos,
ahora ha ascendido al poema y sus
fuerzas resplandecen como un ejército de ruiseñores, su rojo vestido palpitante
promete la resurrección, un alma
entera para fin de año. Todo se escribe de rigurosa actualidad;
el verso de mañana dice que no hay
amor, pero hace frío afuera. Y el frío dice siempre la verdad.
Jadyn Wong |
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