Tanto sufrimiento
habrá dejado un surco en el océano. Un
océano de sangre.
La vida que fue dura; la ilusión,
la belleza que parecía invencible
sentada de puntillas en la barra del bar, en el autobús,
de camino a un lugar en las montañas,
en camino.
Y la belleza comenzó -¿cuándo?- a
deshacerse en lágrimas,
a corromper su inocencia. Mil dragones
silbando su deseo, su tragedia sin ritmo, fuente
de oscuridad y abuso. Esta vida basada
en el abuso, disparate de vida,
un genocidio deportivo. El estilo del
cazador, su fracaso voluntario;
qué familia de hienas gobernando el
invierno, en verano, una familia de buitres.
Tanto dolor ha contaminado la
superficie de la tierra,
ha llegado a la luna antes que el
hombre. Aunque la verdadera música
encontrara su intersticio y su
vientre, la caverna donde toda sombra era la sombra de un corazón en llamas
y todo eco remitía al mismo parecido,
la misma sed.
Oh, se transformó la belleza, rodó.
Era un espejo sin fondo donde las
cosas volvían de repente a su forma perfecta y los sombreros
crecían como rosas negativas, los ojos
aguantaban la mirada
del destino. Allí, se multiplicaba el
esfuerzo: un solo brazo levantaba un carro de almas (era posible)
a rebosar de tiempo perdido y
cicatrices. Los cuerpos no accedían al bautismo,
su cabello era otro músculo,
otra piel.
La muerte conminó, tradujo al llanto
los gritos
de las multitudes; abogó por los niños
en otra escena rotunda. De noche
morían y morían ¡cuántos besos! Cuánto
aliento concluía su viaje en una mancha púrpura. Árboles
divididos, noches pardas, flores de un
solo gris.
Tanto amor, tantas palabras
construidas a semejanza
del paraíso, imagen del ángel y su
futuro ausente, qué palabras solemnes grabadas en la mesa del hambre.
Una sonrisa que no es, que no lo ha
sido siempre, pero suspira,
no desfallece a través de la historia.
no desfallece a través de la historia.
Ayo |
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