En la mínima silueta del gorrión,
su terciopelo,
el rango de sus proporciones; física
natural que no es del hambre,
aunque a veces se alimente de su vuelo,
se adueñe de su estampa.
Elegancia y dorso. En el pico fornido,
su cándido despiste. La perfección es una minucia
al alcance de cualquiera, cualquier
ojo. Esa mano que pinta
y describe un círculo tortuoso. Mas el
pájaro resuelve su geometría con prudencia;
es el maestro que explica la norma y
ejecución del arte: ¡hacedle caso!, ¡escuchadle!
El gorrión olvida su milagro, sus
hermanos
-¡tantos!-, todos a cual más agrio de
carácter, a cual más extraordinario,
excéntricos como genios de la música,
quietos a pinceladas, muertos a pinceladas, con ese dinamismo
que late en el mural del pensamiento y
no alcanza sino a perfilar un color ausente, una dimensión
errática (y un color).
Hay un tiovivo en el poema. Es para el
ángel. La muchacha lo rodea, se propone una canción,
recita un espacio abierto como el
cielo que late a su espalda
y se conmueve. Los caballitos
relinchan de puro estancamiento mientras los niños aguardan otra epifanía.
Ella es la diva del momento; ha dibujado
un árbol y ha grabado sobre el papel
un corazón con su navaja: la sangre
tiene que salir de alguna parte.
Se registra una suerte de indeterminación
formal y la bandada
surca sin destino un cuadro histérico.
La provincia se ha quedado pequeña para tantas alas.
El mar aguza su oído, el viento se
atribula; a dos metros
bajo tierra las campanillas doblan su
aliento, pero el duende está sordo desde la última contienda.
Reclamad la comisión del arte, finas
aves, y no dejéis ni las migajas
del guiso. Cada poeta os debe una
ración de plata, un arco de oro. El diamante
que silba en el relámpago es vuestro,
pues nadie ha revelado su designio ni el ángel lo ha soñado todavía.
Vibra el verso con la levedad del
desarrollo, la pirueta
elástica de un esqueleto firme.
El vértigo ha tomado nombre, la luz se
ha rasurado el hueso y ha lacado el timón de la belleza.
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