viernes, 1 de julio de 2016

ángeles de vacaciones


Desfila por la pasarela,
debajo, toda la longevidad del parque, su andamiaje de copas y de nidos,
tejados para una ciudad en el recuerdo.

             (Maya indaga: ¿no es un valle?)

No es un valle ni el agua serpentea delicada, su caudal anónimo. La avenida ocupa una dirección de patrimonio,
territorio virgen, nevadas cartujas. Extraña la pasividad del aire,
sestea el polvo junto a los negocios apagados, el neón sufriente, las cuevas
infectadas de licor: justo contrabando.

Se agrieta la infinitud del parque que dura un tiempo (y otro), resopla su eternidad de monasterio,
rezuma auténtica prudencia de espíritu. Qué hermosura
contemplan los jóvenes: en el cielo que esconde sus anillos, en las colmenas del estanque, su vigorosa luna
nueva, la forma petrificada del insomnio.

             (Maya aduce: ¡infinito más uno!)

Es un término infantil, el municipio del hambre, del hombre atareado, siempre
al día siguiente, en el párrafo siguiente, siempre en busca del río y sus resabios. El rap no ha terminado de hacerse
un nombre como religión, no cuenta con profetas abisales, sus oráculos llevan los ojos morados, son zahoríes sin rumbo,
nigromantes de horóscopo mensual.

La fábrica es un fraude, era el lugar. El dinero fluía extravagante, con dureza y sin número,
flotaba como un signo matemático, iba de mano en mano
hasta la náusea, literalmente.

             (Maya observa: adivina, adivinanza: ¿de qué color soy yo?)

El parque se ha roto hace un millón –al menos– de aquellos buenos ratos. Alguien ha pedido la vez,
la cola se estampa, arriesga, dobla una sucursal de esquinas aferradas a la postura correcta, reclutadas en el último mapa.
La comida no escasea, ya se mofa de los ataúdes
cuando pasa la caravana del jazz con su apariencia, actitud y equilibrio. La comida
es un bien inesperado, tanto que no hace falta para salir a escena,
pues todo lo que falta es narración.





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