El verso se declara
con el corazón hurgando en la cesura, su belleza indiscreta carece de
elegancia; su tos, el pus que encharca
sus pulmones expresa un retardado silogismo. Antes de nada, Nova lee un
libro:
descubierto en la biblioteca de
Alejandría
hallado en las naves ahuecadas de
maquinaria y ruido
sacado de una botella como un
mensaje intacto.
En la actualidad –tan poco luminosa– las bibliotecas han dado paso al
arte, los palimpsestos
conducen al precipicio moral de cada uno. El verso se declara
partidario: es un oportunista.
En las estanterías, el poeta busca
infructuosamente. Una parte de sí. La reseña radiactiva, aquel exótico
paradigma, o el juego de palabras;
ácido consigo, admite el ninguneo de la crítica, la censura previa de
los ombliguistas.
Suya es la potencia del cero (su infinita paciencia).
Hay un corte que procede de los bafles supremos insertados en la fachada
del edificio principal. Incluso
en medio de la estepa, el parque resucita para presentarse
ingrávido con un rictus arbitrario, en una postura controvertida. Nova
tiene que comportarse
así como en un relato del profesor Filifor, debe asegurar su forro de
niña
con imperdibles o corchetes (es algo de los muslos, al parecer).
La filosofía no
exhibe el muslo prieto de la historia ni administra otra riqueza que su férrea
ignorancia.
Ahora dicen que el arte ha sustituido a la inocencia, ha sacrificado a
la literatura
en el ruinoso altar de su latosa fantasía oral (sin nada que perder).
Las chicas protagonizan el éxtasis
correspondiente, leen de lejos
con auténticos quevedos no-graduados.
Nova –vamos a ver. Se harta
de construir fotografías indirectas, de completar las frases del
olvido. Palidece.
Ha regurgitado un procedimiento escrupuloso. Su escritura supone de
nuevo un formidable careo con la esencia
última de las exposiciones estatales y sus dichosos muertos conocidos.
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