Aquella
algarabía de muecas infantiles, voces nuevas apenas congeladas por la edad, aquella
montaña
de riguroso sudor y aquel pozo sin fondo de la memoria y el desvalido contento,
solo existen ahora como psicofonías,
existen
como residuos biológicos que florecen y engañan los sentidos. No hay un idioma
propicio
para esta clase de irregularidades, esta intraducible ansiedad que domina el
triste panorama
de la
historia. Ecos de una proposición obscena coronan la espectral monotonía del
Parque, es la eterna
corrupción
que acompaña a los primeros gritos de pánico, el primer dolor real, el primer
puñetazo
en la boca
del estómago, la primera puñalada de la noche.
Hay un
fantasma toxicómano sentado en la cola del piano, en la estantería,
en la
repisa o en el último peldaño de una escalera que no llega al pie del cielo:
busca unos gramos de luz. Al final
puede
verse un largo trecho de túnel, cierta luminosidad que hace juego con el pálido
ocaso o
con la aurora subordinada de los días felices.
Aquel
colofón sarcástico ha sido sustituido por una forma del swing, un rato
caótico
de flow comparativo. Acaso las pequeñas muchachas
mestizas
soñaban con todo el talento de África reunido en un paso de baile. Algunas
luego escrutaron la bibliografía
del
trotskismo y sus apéndices seculares, bombardearon con pintura roja los altos
muros del mercado
común
europeo. Después llegó el espacio sideral, de golpe descendió como un parto de
la nada, otro silencio
administrativo
de la naturaleza.
Sobre
el terreno, la virtud ha sido destilada en vendas y correajes, punzadas de
culpabilidad. La música se contagia
del
síndrome del verso agotador, adquiere una masa muscular que agosta los viñedos, logra un hito
imperdonable
al marchitar la práctica totalidad del matogrosso poético, al neutralizar
billones de partículas
porteadoras
de una fuerza poco corriente (la décima Musa es una figurita de mazapán con la
cara del Ángel).
Es una suposición que no ha sido registrada,
Es una suposición que no ha sido registrada,
una
versión beta de la realidad (y Sadie confiesa que los blancos soportan a duras
penas unos escasos bits de estricta realidad).
El
viejo magnetofón acumula horas grabadas de ruidos sostenidos y fúnebres,
tremendos
arrebatos
curtidos en el solemne llanto que acude puntual a su cita diaria con la
oscuridad y el silencio. Esta cualidad
horrenda
del silencio que esconde un río de lágrimas futuras, un lago de sangre
coagulada
en el verbo. Nada como la tranquilidad absurda de una excursión alucinada por
el turbio
paisaje
de las complicaciones, el ridículo tramo de una vida frente al curso positivo,
el peso
estático
del ominoso fardo universal.
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