Jordan,
¡despierta! Hoy nadie te hará daño. Será un día de viento, las calles
recibirán
tus pasos de gacela. Y llevarás un vestido de gasa blanco como las plumas del
sol, asaltarán tu boca
vendimias
y canciones, tus manos
llenas
resbalarán por un manojo de rosas.
El Sol
ha prometido morir despacio. ¡Shhh, escucha!, la hierba tiene una forma de
llorar; el paseo dura un instante
sobre la
piel del mundo; en realidad, la tierra queda siempre bajo la tierra donde los
Ángeles entierran sus cadáveres:
cada
vez uno distinto, y cada vez más muerto. Destiny
excava
con las uñas mordisqueadas, negras del humus y la vida, dirige
los
acontecimientos con un pulgar hacia abajo; oh, luce tan bella en la quietud del
templo,
dubitativa
y segura, su cuerpo de marfil, su rostro armado de ceniza y cobre, sus labios.
De sus labios escapa una nota (otro
silbo derramado) plena, en ellos anida un bonito jilguero. Ahora ha rogado
por alguien
diferente para que el cielo lo deduzca desde la inmensidad de su altura, lo
identifique por su padecimiento.
Así que
Jordan sale de casa, que es como salir del cascarón, como arrojarse al vacío,
vadear
un campo de amapolas, y el clima se esfuerza en simular para ella un constructo
novelesco
y (por tanto) árido, pero llueve con la exacta cadencia de la lluvia que se
aguarda prevenido
tras un
libro valiente o una idea abstracta del calor que hace (o una idea del mar).
Se ha
decidido que el Ángel sea el brazo poderoso por excelencia, que no hay derecho.
Se han enviado
mensajeros
urgentes a los cuatro extremos del oriente, a las cuevas y los bares del fondo
y hasta al hipotético bastión
de la
avenida. El poeta ha concebido un reto: el canto estupefacto –una cuestión
alarmante–,
ha recurrido
a ese llanto inconsciente que se le daba tan bien; su obra
no pretende
sino la calificación despectiva, el puro calificativo del éxito rastrero.
Contagiada
de belleza, el alma de Destiny agoniza en la encimera de su cubil humano, ha
pedido
prestada
una pizca de amor y algo ha sucedido. Jordan pasaba con los ojos en blanco, con
su vestido blanco; entonces
ha
estallado el contraste y la piel se ha desprendido en el espejo, dulce manto de
estrellas,
como si
fuera el aire y no la luz. O el alba fuese un sueño de verano.
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