Trascender
el signo es un deber. Después del cataclismo –grave insubordinación de los
acontecimientos–
queda
apenas el aliento desmesurado del arte que barre amaneceres, mediodías
y
rondas de rocío. La música comienza en el recuerdo y restalla en los azulejos,
metódicamente.
La música era una especie de silencio comercial, afluente, derivado del ansia,
de tanto espíritu
encarnado.
Abría con un solo de síntesis, agudeza, bases
incendiarias,
voces que podían cantar, que pudieran afinar como pinceles, podrían cantar si
fuese necesario; pues
el aire
empezaba a permitirse el lujo de aquella vibración empecinada,
solía
tratarse de un aire puro, la manifestación extrema de una vieja comedia.
Abanicados
relojes, seres bíblicos reinando al modo chismoso de las sombras; algo como la vida
alrededor,
el murmullo emergente de la savia. Alambicados
relojes
marcadores de una religión horaria sin horario conocido trabajando a destajo
como abejas nemorosas (forman
el
fondo acústico adecuado, listo para el impacto
casual
de los timbales, el temblor enraizado en baldosas y aeropuertos vacíos, la
tierra
acartonada
y espesa).
¿Cómo
competir, alcanzar la zona marginal, la altura más débil? Ángeles
en
horas bajas, rectilíneos seres celestiales diluidos en lienzos y apartadas
bibliotecas,
portada
de catecismos sobrehumanos. El objetivo es la sacralización del sonido, captar
la materia subyacente, materializar
el vínculo
instrumental que se indaga y se retiene. Dar relieve,
volumen
al trabajo de la pluma, caracterizarlo, cincelar las palabras hasta dar con el
muelle.
Todos
saben que la poesía es un corsé, es un cliché, intuyen el concepto
de la
idolatría, su cimiento incómodo. Es comprensible que la poesía se devore con
buen apetito,
contamine
lo que toque con la huella errante de su resoplido; es su función de espejo, su
producción literal, su autismo.
Asomada
a la sima voluntariosa de la literatura, fingiéndose fuera de la oscuridad.
Nunca
antes la fábrica de realidad a pleno rendimiento. El serio Señor Rap en su
trono tremebundo, hecho un génesis
vir(tu)al,
una reparación de lo existente; verlo salir del verso como una serpiente o una
primavera,
notar
su rastro ajeno, tan perfeccionado. Puesto en bandeja, en la lámina y el estrado
impronunciable,
lejos
de la aurora recreativa y sus mensajes
luminosos, bellos como
letreros autentificados por un experto en desmentidos oficiales. La voz
libando esporas y
una onda particular y afable en el premioso acto de su desistimiento. La
relación del verbo con la magia
expuesta sin
tapujos ni tapices frondosos, organizada en sendas oportunidades de alzarse
como una nube
exótica, un globo de chicle o el seco aterrizaje de una gota de amor.
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