Ella es
hermosa solo para el río,
en él
su rostro se refleja y muere;
la voz
del agua canta: ¡el mundo es mío!,
la
tierra entona un hondo miserere.
Lenguas
de fuego en el silencio frío;
el agua
alza la voz hasta que adquiere
un aura
de metálico rocío,
sangre
que a toda costa se transfiere.
Espejos
son de material tan raro,
de
material sombrío y tan ajeno,
que
todo lo que ocultan está claro
como el
vacío cuando estaba lleno.
Sus
ojos sobre el río –cielo aparte–
son
obra de la muerte, no del arte.
Cada
poema, el último poema,
las
últimas palabras del ahorcado,
cada
verso, el primero, el que más quema,
el que
traman las Musas con el Hado.
Igual
que cada loco con su tema
y cada
verso con su pie quebrado,
cada
silencio carga con su lema
y cada voz
con su mirar callado.
El poema
final entra en declive,
es la
investigación de un detective
cegado
por la sombra del olvido.
El
tiempo con su cámara retrata
–mientras
vuela y se estrella, vive y mata–,
cada
segundo, el mundo que ha perdido.
Una
brújula enferma de pureza
que no
señala el Norte, sino el Arte
y no
deja en verdad de señalarte,
santo y
seña del mundo y su belleza.
Que
especifica tu naturaleza:
parte
cuerpo sensible y alma en parte
(donde
tu voz de norte a sur se parte,
corazón
que perdiese la cabeza).
La
peonza del tiempo se detiene,
el Sol
pronuncia el nombre de tu mano
y el
ángel del amor riza su vuelo.
Sangras
de viva voz; tu sangre viene
como un
río de luz, un cuerpo sano,
un alma
repartida por el cielo.
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