Incluso
bajo tierra, el tren siempre recibe algún golpe de mar. El campo
abierto
cobija un dédalo cimentado, marmóreo, que exhala su profundidad y su herrería.
El aire
gira hasta el romanticismo, vira hacia las letras taimadas del mañana, es un árbitro
locuaz
que gimotea su narciso, embadurna una hilera de estatuas con la sombra de su
gesto, los restos
tibios de
la anochecida.
El
viento es un gabán industrial –va como un guante. La noche clama su república
de caracteres unicode,
distribuye
huracanes entre la arena desnuda, desunida. Da a un portal de abejas
encantadas
por el que Jordan accede a la geomancia del subsuelo, entra en un estanco
desierto donde se hallan los últimos
paquetes
de Camel sin filtro de la arqueología. Pasear y echar humo en columnatas
védicas
es una
manera de no carcomerse por dentro y no desentonar. El zumbido de los drones no
se apacigua,
ni
decrece el rumor del agua que culebrea y se lanza en oleadas de espuma por el
ventanuco de la torre. Jordan
duerme
en un castillo federal, un solemne laberinto
diseñado
a la carta por robots kamikazes made in spain.
Libros
alados, alígeros en su bolsa de la compra reciclable de tan cómoda; el bolso
que se dobla en anchos Cárpatos
y
desdeña lagunas, no se comprende en otro idioma que no sea. Lenguas de fuego y
algún
renacimiento;
museos para Bey, escaleras y nenúfares, flores de loto arremangadas hasta la
rodilla: es un lugar que cubre
demasiado,
como es natural. Tomos desnaturalizados en salvas y coníferas, confeti,
estructuras aniñadas,
andantes
como caballerías digitales. Bajo el terreno, incluso ahí mismo, en el mismo
presagio
que se desmenuza y cae, en el recuento silábico que se muerde los labios con
cesura
y
escorzo, en la reproducción material de tanto material sensible, cláusulas y
periodos del todo mensurables,
incluso
en la pobreza excitante de los árboles carnosos,
también
entre la extranjería de los ángeles, su próxima parada.
Hay un
furgón de poesía que canaliza suburbios por la mísera Avenida, ordena la
circulación de la sangre,
beatifica
el odio congregado en los charcos. Si la locomotora masticase una cola negra de
hollín y maldiciones,
un
cordel anaranjado. Por ejemplo. Varios esqueletos hoy conservan su excelente
bon appétit,
como si
un millar de ingenieros de caminos sobrevolasen el cargo, urdiesen en un
pasillo del recinto,
repoblasen
la tierra con ingenios desechables.
Está
tranquila Jordan con sus amigas y su botín celeste. Aquí el único comercio
es ir
de palo contra el zócalo y la fontanería, presumir de suéter nuevo color pavo
real, reconstruir la confianza
en el
desastre, la belleza del alivio, el sol troyano de nuestra niñez. Y, sin caerse
al agua,
cruzar
la vía láctea en un globo dorado dispuesta a fracasar en el intento.
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