Es lo
que ocurre con la verdad: deja de serlo apenas se formula, entra en el terreno
de la incertidumbre;
verbalizar
un mito resulta más efectivo, así las cosas.
Frente a
la burocracia natural del Parque, la Avenida
consume
una energía platónica, su entramado urbano crece según aumenta la velocidad del
recorrido; pueden verse
rectas
acabadas en columnas decadentes, y una visión borrosa invade
la
intención del paisaje, como si el cielo hubiese decidido atragantarse de luz,
de tierra y luz.
Qué
pintoresca hermosura increada y feliz; demiurgo, poeta clásica, creadora de
estrellas,
el Ángel
restituye, su mirada es reconstituyente, su cabello se desliza hacia la dorada
incursión de los planetas
ligeros.
Serena y refinada, su verdad viene de dentro, se presenta
dibujada
sobre una luna cálida, su belleza
sale a
flote, sale como el agua del grifo, permanente y ruidosa, fuente de toda ilusión.
En esta
poesía no existen horizontes, la lejanía
produce
fricción, se encuentra a la vuelta de la esquina, los países encogen, las
fronteras
invaden
el paraíso. Ella sabe que su tristeza no mueve a compasión ni espanto, mas
ejecuta la acción
sagrada
del amor. Entre líneas, el sentimiento decae en su estructura,
transita
hacia la idea y su monotonía.
Bucear
en los recodos del espacio, surcar el elocuente tramo del abismo; rogar por la plenitud
de la tormenta. Ah,
retos
insalvables, álgebra del destino. En el verso se conjugan el terror a la muerte
y el delicioso
misterio
de la respiración; la muerte es un espejo vacío, es un oficio de gárgolas, un
paso en falso
hacia la
longitud rotunda de la noche.
Sucede
que los ojos se concentran en un reflejo anónimo que no siempre se expresa
con la
debida corrección formal; en el cansado silencio de la espera late un secreto
que a todos nos incumbe, en la voz,
sin
embargo, campa a sus anchas la fatalidad agónica de la conclusión.
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