Lava La Rue: ¡querían oírla
a todas horas! Ella, tan renaciente,
tan encapsulada en su
crew, delineada con esmero; pero ella no es un Ángel
todavía. El amor es
patrimonio de algunos seres ascéticos,
viene apalabrado por
siglos de aprendizaje, miles de milagros independientes, signos
de decadencia.
Su música perfuma la
entrada del espejo, su verso
acalora, surge como un
volcán del seno remoto, vacío de la aurora. Su color atardece, su flor
comunica una severa
conmoción a los sentidos, es una rosa y, en tanto tierra,
es una tumba, es el
reflejo, la espina y el fémur.
Lava La Rue, ¡querían
que cantara con otra voz distinta!, no la suya,
terciopelo y diamante,
no la suya, trópico de capricornio. Su voz nacionalista de una nación insólita,
libre del lenguaje y el
silencio. Su máximo silencio
sucedió de pronto. Su
lengua pura como una negación, pura como un vértice
–algo álgido–, diferente
al sonido del agua.
Su verso se remonta a la
segura infancia, es un proceso
anómalo por el que las
alas resucitan y la piel se hace más fuerte, los brazos
ganan armonía y las
manos se dividen. Querían que su ausencia dominase los túneles
del Parque, que su
violenta integridad
criminalizase el ansia
de los niños, obrase la gran distancia contra un fondo estrellado.
Personajes de cromo y
ficha policial; un retrato de perfil,
sale tan linda que
parece una actriz del método, sale especialmente
femenina, sufre una
clase de metamorfosis y se transforma en la metátesis del aire,
arranca las veletas, va sometiendo
maceteros colgantes, y la Avenida suda su profuso asfalto,
en su memoria, contempla
un remanente de disturbios felices.
Ella funciona donde otras
eclipsaron; su cuerpo
encaja en la franja
mística del árbol, faquir sobre el cercado, la valla significativa
que delimita el cielo y
da luz a la escritura; es la página
siguiente, el área desprotegida:
tiene madera de artista, un alma fotogénica
y un corazón unánime.
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