Sobre el áspero
lienzo del futuro queda expuesta la vida (y a la vista)
y cualquiera puede atisbar el trozo amable, el rayado
imprudente,
el garabato ecuánime –seudoliterario– que no significan
nada.
Veinte, 30, cien años: no significan nada. El bailoteo de
una mosca, su vuelo
centinela, su molesta autonomía son el calco de las
vicisitudes humanas, el pataleo
residual de la insatisfacción, la cumbre anónima y
profundamente
religiosa del arte.
Literatura y perdición, poemas secos como ramas,
soflamas expulsadas por el altavoz universal del premio y
la economía, del gremio y la parsimonia,
testimonio de otra generación quemada.
Oh, todo es arder, desinhibirse, probar un camino
silencioso y ponerse a gritar a pleno pulmón, casi como
un pájaro,
y morir casi del modo que se muere un gorrión en la
corriente. Todo es vivir
del mismo modo que se muere, con esa renuncia grabada a
fuego en la memoria,
fundida en el cuenco de las manos.
El espejo nos dobla, vivimos dentro de una prodigiosa
simulación, marionetas digitales. Habitamos en una
habitación cerrada, enorme,
prodigiosa, sin cielo alrededor, solo aire
débil, insano como un bucle de tormentas.
Los trenes cruzan el desierto,
abanican el campo con su zalamería, su estacionamiento
inofensivo. La vida es un tren de cercanías que nunca
llega a su hora. La vida es un espacio común
donde pisarse los cordones del zapato, donde tropezar en
un cabello,
es una mancha de olvido tan minúscula como una gota de
sangre.
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