Es fiesta hoy. El sábado es fiesta, el domingo no. El
viernes es fiesta;
a la fiesta se accede por la puerta de atrás, entonces te
ponen un sello en el dorso de la mano
y todo pasa a ser en blanco y negro, mucho mejor que el
tecnicolor y su patológica exterioridad.
El blanco y negro parece más innovador
que la saturación colorista, útil para el cine de autor,
útil para la autoría
ineluctable, el parachoques valioso y tan práctico contra
el tsunami de la realidad
que abochorna y cronifica su pesadez auténtica.
La ciudad se transforma en el B/N propio de la modernidad, infinitas
posiciones del gris: perla, marengo, azul ceniza, incluso
rojo para los masoquistas, incluso un gris amarillento
demasiado picante, gris mostaza, gas mostaza, un gris
para cada ocasión, un negro menos negro
que las amapolas, menos negro que una bolsa de cartón. Un
blanco
casi-casi real, casi crudo, casi arroz, atroz, un blanco
introspectivo, plomizo y casi-casi cirujano.
La ciudad oculta su infamante policromía, aquel
verde manzana de las emociones gratuitas, aquel monóxido
de carbono pavonado y perfecto,
aquel óxido tan orange como un ácido californiano: el
color se va del mundo
por un tubo de escape vegetal y deja un arcoíris como
otros dejan un rastro de sangre.
Pero es fiesta, las chicas instruyen una música
irrecuperable, un cruce entre King Princess y The
Beatles, ¿qué podría salir mal?
Retales de paraíso por doquier, aquí y allá una nube
de algodón, un charco efervescente, unos zapatos nuevos
de charol colgados del cable de la luz.
Incluso alguien se pone a escribir y le sale una
caligrafía
estilo zen, pero no sabe japonés y el signo viene a confesar
algo desconocido; las chicas
dicen que no es una firma corriente, que es otra forma
del milagro que esperan:
la primera palabra de la primera canción pegadiza del
baile.
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