Tomamos el nocturno desalmado, tren que infunde los
valles y los puentes.
Nuestra locomotora lleva el viento de cara, desciende
tanto
que arruina el nivel del mar, se despide del cielo
encapotado, corta la respiración de las abejas.
El tren desata su humareda triunfal, es puro movimiento
triunfante, archisabido es su movimiento, así funciona su
ecualizador paisajístico apaisado, su artesanía
siglo XIX, oh, sus crímenes contra la Humanidad. En
cualquier pasillo del tren
aparecen los fantasmas de las maravillas, qué
maravillosos
y trágicos, cómo fanfarronean su viveza.
Ahora, hic et nunc,
consta una parada
programada, se trata de una estación invernal, something so. Tenemos la noche encima,
el invierno a la espalda, la negación del tiempo que
hace: un calor
intravenoso, superfluo, un tórrido otoñal
vivito y coleando como un pájaro muerto.
Sobreviene una detención indelicada –stop resisting!–, pasamos por un tramo
ful, las vías carraspean, parece que suben una cuesta
penosa por la vía rápida, parece que alguien arroja algo
por las ventanillas, parece que se arrojan
varios pasajeros vestidos de domingo o con una flor en el
ojal.
El luto es natural para los trenes, la sospecha
arbitraria es afín al recorrido; la Luna es la sospechosa
habitual,
se trata de un principio de autoridad romántica, un principio
de realidad.
Nos vamos por la tangente corporal del Ángel, con ese crudo
balanceo de alas nuevas,
ese estruendo rompedor de ultrasonidos perrunos. El menú,
mejorable, la vida, inmejorable. La vida se recoloca o se
acomoda, quién sabe,
prepara alguna sorpresa; la vida es un fardo que oscila
o pende de una rama alta igual que un suicida con dársenas
de imaginación.
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