Dentro del bosque la luz muere en silencio. Los pájaros.
Por el suelo, las ramas cobran vida, alborotan las hojas, hay un rastro
vegetal que no se pierde, es un sumidero de asfalto, una cimentación en ciernes. La calle principal
sigue en obras, cortada, la calle entre dos formidables
hileras de cipreses. Se ven ardillas motorizadas contra las motosierras,
picapleitos como pájaros carpinteros, se escucha el aroma gris del contrabando, la gelatina
áurea, la resina que arrecia en su afán recordatorio.
Destiny® pasea la frondosa vacuidad intermedia desde donde el cielo no-se-puede-ver
(las nubes tocan fondo y el aire marinea como estrellándose a ras de un acantilado infinito),
protagoniza un poema que no le sienta bien:
es cosa del lenguaje que infecta las emociones, le da
cuerda a las alas, se le mete en los zapatos rozando el patronímico ideal.
Los árboles ingresan un poco cada mes en una cuenta atrás, piensan
en el futuro. Pero aquí todo ha pasado ya, todo ha sido creado y mantenido,
quemado, todo ha ardido en la penumbra de las letras, todo ha muerto en un aria extravagante.
Intriga el ritmo colegial del piano, amanece en el oído,
tardío, amenazante. Nadie ha escrito un verso más acorde, nadie se ha esforzado tanto. Suena el piano
a través de las horas, suena por encima del viento, sobre las olas y sobre las notas
aciagas del desánimo.
Dentro del bosque Destiny® flota como una mariposa
ingenua, fluye rumorosa y fluvial, entusiasta, sin música alrededor. Solo el duro
encanto de la noche que se abate, solo la novedad de un cielo atravesado de azul, la fúnebre cadencia
de un ocaso perfecto. Siempre la misma canción; bajo la tierra,
faltan años, las horas reanudan su acción aterradora, los huesos tiritan, chocan
entre sí y con la roca que duerme, las almas rondan tras la inocencia
como pájaros falsos. Los pájaros.
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