Esa pequeña mueca, ese escarceo, esa mirada en lo alto de
los ojos,
ese tropiezo. La lengua se resiste, la risa aflora,
afluye consoladora y rica, las palabras
se escabullen por las comisuras del silencio, excavan
túneles paralelos al olvido…
solo sonríe. Apenas se distrae, raspa una pizca de insatisfacción.
hereditaria, es tan malo como todos los poemas, suena
raro como todos los poemas. La poesía es impronunciable,
lo saben hasta los malos estudiantes.
por lo bajo), explora detenidamente el auditorio, sus
amigos, sus parientes, sus desconocidos. Y comienza
a comportarse, a expresarse con una voz que le sale de
cualquier parte
fuera del cuerpo, una voz que no existe, mercantil y nada
encantadora.
(figuradamente), ya se aproxima –pateando latas de refresco,
ojeando los letreros medio inconfesables, medio
tiroteados de la Avenida– a la naturaleza con una
ingenuidad y una distancia
torpes y casi humanas, casi.
ese afán ridículo por enquistarse en la frágil memoria de
la gente.
El mismo artificio kitsch subyacente a la capacidad de
trascender en el vacío del lapsus,
de tocar el corazón del público pero sin mancharse las
manos de pureza. Esa cuenta atrás del verbo,
el 3, 2, 1… del predicador que exuda confianza, suda y
desconfía del coro que lo aplaude,
recela de los pájaros que recorren la cima de sus ojos…
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