viernes, 1 de enero de 2021

el juego de ender

 

Ved al tipo del bigote nietzscheano que, sin embargo, rebaña el plato de arroz con secreto
deleite. Una vez has nacido, resuena la vida, cada día
resucitas sin motivo; descubres una fábrica en tu camino y allá que te diriges. Las máquinas
son epítome del compañerismo perfecto. Hay horarios porque la vida
impone una cronología, el tiempo pasa para bien o para mal,
la actitud es irrelevante,
solo el dolor importa.
 
La acera se ha quedado pequeña para tanto cielo;
hemos alquilado un pájaro cantor para que nos acompañe durante la travesía, ahora
mismo está interpretando Kak molody my byli, ya le sale el barítono que lleva
dentro. Volar está sobrevalorado, dice.
 
Aquella muchacha ha cometido un milagro
sin darse importancia: el ciego que vendía el cupón ha sido agraciado con un premio
gordo, sigue sin ver. La belleza obra sus espectáculos, es una esperanza en sí,
ilusiona con serpentinas y bailes, convoca las arcas de Mircea (pero luego se echa para atrás).
 
Solo el tiempo es reconocible; reconocemos la triple corona temporal, los tres
modos del presente (en dos de ellos late la fibra de la inexistencia). Solo la literatura puede
salvarnos. En ella arde la vida más afortunada, se acepta
el sufrimiento; el verso resulta el soporte ideal para la naturaleza, rango propicio para todas las cosas, espacio
abierto para la inopia y la consternación, el juego de ender y el monopoly de la revolución permanente.
 
Algo endeble. Como escrito para alguien demasiado inestable. De una vaguedad
unánime, palabras en tensión, diseminadas a voleo, inseminadas
también de un alegro ma non troppo reiterativo y feliz. Dios ha muerto en la cama como un sátrapa
o un juez, lo dicen los poemas, así lo corrobora
nuestro pájaro enjaulado: todavía no sabemos por qué canta y eso es todo
cuanto necesitamos saber.


Geneva Bowers

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