Nadie le había hablado
nunca
de este amor. Era la ensoñación del otoño
cuando las hojas arden:
ardían en sus manos. Frágil como una flor de porcelana,
viajaba hacia el extremo sur de la ciudad, su Gotham
incesante, tapizada de nubes y mobiliario secreto. Oh,
ella
enmudecía a golpe de autocrítica, leía un capítulo diario
del jardín
en llamas. El serial comenzaba después de reír, tras
haber completado una vuelta a la manzana;
tal era el soliloquio, la fuerza intermitente de las
voces.
En realidad, la vida era una dura adivinanza que creaba
surcos de preocupación en la frente,
maneras de hacerse al tiempo con estrépito o dulzura, líneas
falsas que perduraban como islas volcánicas.
Dentro de aquel amanecer, el sentimiento supo alzarse y
no pasar inadvertido;
se trataba del amor, pero, entonces, ella todavía no era plenamente
consciente de la contrariedad,
el desaliento que suponía el nuevo espacio creado entre
el corazón y la mente
donde florecían las promesas y las sonrisas caían dos
metros bajo tierra sepultadas por el llanto.
El amor se desmoronaba sobre su delicada imagen y ella
salía indemne pero muerta,
su rostro lívido cada vez más bello y más cercano a la
felicidad. La sangre soñaba con la sangre y, en el proceso,
vertía un rojo seco en la idea central, luces de carmín
como aire limpio,
apenas sobrevolado por máscaras borrosas. La tragedia que
emocionaba al coro de los ángeles.
Keny volaba porque tenía alas en los ojos,
y le crecían alas en la boca para ignorar la altura.
Vestía una palabra erguida de silencio, con sus zapatos veloces
como tristes mariposas, la piel atormentando flores de
metal. Su mirada era el trono en el que descansaba un rey anciano.
Su sombra construía murallas para verse.
Llegó el amor y nada fue bastante, ni una catedral en la
distancia,
ni la rama de un árbol que arrugase la historia, ni la roca
más pobre de pausado destino. Solo el eco, el clamor tranquilizante
del universo en movimiento imperceptible, quieto y tan
desnudo en medio de un vacío incierto
en urgente expansión hacia la soledad. Solo ella lo
sentía como un beso en otro beso,
lo mismo que al pisar un charco, mojado como un día de
picnic. El amor iniciaba conversaciones amargas,
sonreía y deslizaba tópicos sobre sus actos
incalificables, en sí, era un alma esclavizada, un bastión de exhaustiva
esperanza;
era la casa de dios reducida a cenizas. Como una casa
envuelta en un halo de luz desordenada, mezclándose la liquidez
de los años en sus grietas, la estructura que retorna al
plano y se instala en el recuerdo.
Para quedarse.
Y ella que recorre en un abrazo largo los pasillos ornados
de obras clásicas, turbias escenas de la vida cotidiana,
que admira los relieves, las columnas que sostienen la
integridad del vacío; niebla que se filtra por los quicios,
cristaliza en cielo y revuelve los cajones de la noche.
Está el beso que accede desde una lejanía extraordinaria
a la blanca suavidad
de las sábanas -la extensión inmaculada del sueño-, evoca
un verso que rima con el sol en sus términos claros
y aprieta un poco y quema, cicatriza y sabe a cuerpo como
una alma perdida entre dos ríos
de suave luz otoñal.
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