La
precariedad se respira a través de las sombras, un camino sin fin.
El
invierno siempre está de luto, acumulando noches de insomnio, noches de
cementerio, canciones con un deje
atrabiliario.
Lo saben los pájaros. Los pájaros saben predecir la lluvia, son como la tierra,
hijos de
un dios afable que insiste en su blancura de poeta.
Sobre el
barro los pies se debilitan, sobre la luna los pies se precipitan, se marchita
el encanto
propio
de la caminata, la alegría del conocimiento se transforma en temor,
abismo
para los ojos, para las manos. El campo es aire, aire y soledad. El campo y su
desierto tienen
los días
contados. Cuando estás ahí, las horas son inútiles, los minutos
son
horas, los segundos, ráfagas de aturdimiento. Se piensa sobre todo en el aire
que transcurre,
se
filtra entre los dedos de las máquinas, entre los segundos de felicidad y su
reflejo
insaciable;
por el campo, se piensa en la violencia de la lluvia,
la carga
de la tempestad. Los niños apenas curiosean en sus cerebros aún invertebrados,
todavía carismáticos,
dementes;
planean un juego a cada paso, un hada los saluda en cada hueco.
Otra
felicidad fuera del tiempo es la de los seres inmóviles, como ella,
que
fluctúa y se remanga las faldas sin colapsar el sueño. Ella conoce el verso
necesario
y lo
recita de memoria y sin afectación, sin poesía (para entendernos). La poesía dejó
de emocionar al cielo
hace mil
años, ni funciona como ariete, es como un teléfono desconectado.
La chica
ha escuchado verdadera música en algún momento, de alguna forma ha sido
nombrada
musa por los árboles. Su viaje se detiene en un portal. En la puerta de su casa,
la música
se
gesta, divide el espacio en zonas y paredes o alza muros de silencio. El arte
ha permanecido intacto en su mirada,
su
corazón es una batería de corriente eterna,
la
energía que deshace banderas y quema billetes arrugados. Las nubes atrapan su
letanía perfecta:
combustible
para el óptimo granizo.
Mas es
en la taimada promiscuidad de la noche, mientras los débiles se hallan cerca de
la muerte y su delicadeza
se
prostituye, frecuenta turbios antros y pronuncia nombres enquistados, cuando ella
resplandece,
se alza
como una cumbre ciega con su trenza de viento, su fuerza helada. Es cuando su
alma desprende un baño de luz,
sorprende
con su voz, más alta que el aullido del hambre: obra su regalo
piadosamente.
Detrás del último cercado no hay nada, nada después de la muerte, que es un
valle salpicado de furia
donde la
libertad renace de las nobles cenizas del deseo y los ángeles venden su divina
palabra.
Estère |
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