Tapias
de ladrillo rojo, acento cockney y las caras cuadradas de los tipos duros. En
el barrio
no hay
droga o solo hay droga. Las chicas pasan y te dan un puñetazo. Al lado de la
puerta del pub,
en el
asfalto, florece un piñón de margaritas a la luz de la luna. Jessie pasa y te
rodea
con ese
pelo negro de profundidad variable. A los veinte metros
de
abismo comienza a verse la luz. A los cuarenta, la luz se hace sonrisa y
entonces
brilla
como un planeta lejano.
Hay un
desierto en sus ojos con espejismo y palmeras, es por el calor. Es por el color
de su mirada,
la riada
que sonríe entre sus tiernos lóbulos; esa pequeña mandíbula creciente,
dientes
nacarinos, nada sucios, blancos hasta el paroxismo de la belleza. Su voz
también es tropical, nada típica,
nada
conservadora, una voz con conciencia de clase.
De vacaciones
en España, cerca del sol; pero su piel tan clara. Quizás la Costa Azul, mejor
la costa
de la
muerte a doscientos kilómetros por hora, lanchas rápidas cargadas de misterio.
En el Casino, Jessie
enamora
a varios croupiers que dan las cartas al revés o dan
una mano
demasiado floja y desatan las iras de la empresa; ha ido a Mónaco y las
princesas se han rendido
a su
encanto proletario, a su primera línea que borda las canciones. En Cannes, las
estrellas del cine
más
fotogénicas le han rendido su cetro y su destino,
le han
cedido el micrófono como en la batalla del rap (ella promedia un labio por
escena de dolor).
No es
obligatorio. El español no es el idioma del milagro ni el de la perfección.
Ahora, el cabello no es negociable,
porque
la oscuridad tiene sus reglas. Y sus letras son tan extrañas
como
acuarelas de cartón piedra, juguetes de latón, chapas de bebidas refrescantes
y un
montón de piedras afiladas por las lenguas de agosto. El prodigio muestra su
terquedad de obrarse en cada esquina,
vertiginoso
como el agua potable; once pasos a la izquierda del arpa, hacia arriba, doce
peldaños
de aire.
La casa
tiene su escalera y sus macetas, cortinas viejas de color acelga, sus
barandillas forjadas,
sitios
para compartir un sorbo de reloj, sitios cuadriculados por igual, marcos
espaciales,
para no extraviarse
por la nube radial y sus contradicciones.
Esta
lluvia es función del día más hermoso. Jessie ha salido a pasear en su
descapotable y ha llegado
a
Manhattan sin girar a la derecha. Su libro sabe a Dickens, la rosa de su pelo
es otra
flor. Las campanas voltean en los árboles de la central y un tren que vuela y
se consume en la tierra. La ciudad
se quita
el sombrero con parsimonia y hace una reverencia. Ella sopla su flequillo
metálico
y funde el mar con un suspiro, funda una misión allí donde no llegan los
dólares del arte,
canta y
desaparece. Desaparecida.
Todo un canto y relato a un lujo de cabello, negro.
ResponderEliminarBuenas noches, Esteban
Muchas gracias por pasar, Emma. Es cierto que trato de relatar, de contar una pequeña historia (a lo mejor/peor siempre la misma historia) cada vez. Me alegra que te haya motivado a comentar. Un beso y gracias de nuevo.
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