¡Vaya un
poeta inmenso!, aire apenas, el pequeño escritor en su
escritorio de provincias,
custodiando
su biblioteca provinciana armada hasta los dientes, con su empalizada Roth y
otras maneras de vivir.
Nadie
recita sus poemas, que son falsos poemas, letras realojadas
en la
pantalla del pecé sin orden ni permiso de residencia pero con cierto
sentido frenético, en la tradición
del
entusiasmo que no se deja ver. Pudor y sentimiento; la relación entre los
hechos y un menisco
roto;
puede que la cojera sea su moderno estigma, su redención
tan
próxima.
Jessie
lo borda con la mente en otra parte (fuera del poema). Acucian sus pasos
embebidos
en su propia cadencia, un tumulto peatonal. Tantos autos mágicos -como extraídos
de una novela de Dodge-
se
agolpan a su puerta, la siguen por el cielo haciendo sonar
cláxones
y cítaras profundas, estimulando un movimiento sísmico (es decir, el baile).
Hay,
pues, que acompañarla por el sueño perfecto, solo ahí,
donde
las bujías no estorban el paseo, ni las farolas se muestran poseídas de un
perfume barato, una luz cualquiera.
Es en la
atropellada sucesión de imágenes víctimas de los ideales
más
auténticos, en este plano conceptual en el que el juicio se pierde por ramales
excesivos
que siempre
dan a un parque en línea con la naturaleza retirada, donde el verso
retoma
su ausencia lírica y se inclina decididamente hacia la precariedad con todo su
organismo hecho de cláusulas,
cesuras
y otros sacramentos.
Se fija
la música en la primera palabra y ya no cede. La voz de Jessie corona entonces
algún
abecedario,
algún breviario escrito en la modestia y la conservación, con la actitud
necesaria
y los buenos augurios, siete palomas traduciendo a Lord Byron en la cuna, el
trampolín del viento
puesto
en su sitio para alcanzar a la historia.
No es lo
que se dice un buen poeta, ni su pupila urde tragedias ejemplares; apenas
arquetipo
de cariacontecido funcionario, su voz funcionarial, sus modos extranjeros de
sí, poco acertados.
Con esa
afectación tan sostenida y esa caligrafía literaria transparente a la crítica.
Pues
ella no escucha ni encuentra ni sabe un ápice de la obra
y es
justo que así sea, justo que desconozca y no se extrañe, que ignore por
completo las modélicas rimas,
los
encabalgamientos destilados, la métrica confesa. El poema, así, cursa el
sacrificio eximio de la crucifixión
sintáctica,
se descuelga por un acantilado, se usa y se tira o se tira ya directamente:
a la
papelera
sin
paracaídas
de un
tren en marcha
por los
suelos.
Épica o
ética, ¡qué confusión!; ¡estética! truenan los monarcas, vestidos a la última,
y el verso
se
desintegra, tan culpable. La poesía encera el parqué y es reverenciada por los
profesores. Jessie
canta
igual, igualmente despliega sus alas, cruelmente, como una mariposa
veneciana
o algo diplomático, un jilguero proscrito, ave de un paraíso sin fisuras.
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