Hubo un
conato de silencio. Nubes, arpas, ¡toros! viajaron por su sonrisa dulce
ensombreciendo
el paraíso. En un tris su cabello de parecer anónimo, otra cortina de luz. Sus
labios,
misioneros
en un planeta antiguo, aves delicadas.
Un
mensaje, ¡qué triste!, dedicado al orgullo de la soledad, su biblioteca inmensa
acartonada
de títulos sin fama; oh, letras de oro, mentes integrales convocadas al tedio,
madres
dolorosas. Interrogantes y despertadores, dementes jueces de instrucción. La
verdad se escapaba entonces
por
todos los flecos del pasado, se ocultaba entre las faldas de la pérfida
memoria,
abochornaba
a sus adoradores y a sus protagonistas.
La
ucronía dibujando un beso en falso en la mañana turbia, mostrando, impúdica,
su faz
bienaventurada, lo que pudo ser. Y no hubo más silencio que aquel plagado,
plagiado al desencanto,
aquel
dinero negro tirado en medio de la acera, en medio de la noche como una infame
sorpresa, el desarrollo lógico
de la
impaciencia y sus oportunidades. La voz y la sirena, y
la luz que avanzaba
kilómetros
por delante de los hechos, convergía en la redonda estafa del recuerdo,
su
proyección artística.
Natural
que el poema fuese poco para ella, desordenase su encanto
en tal
estilo; pues lóbrego y despreciable, un sintagma detrás de otro inacabado, ni
legítimo, nada intenso;
ojos que
habrían arrollado mágicos semblantes, dictado sus mejores obras ante algún
monarca indigno,
ojos
dramáticos acostumbrados a la mala racha de las ovaciones,
el
fastidio de la reputación.
Su voz
creaba atormentadas lunas, los espejos resplandecían en vez de dar calor; un
buen
rayo
directo al corazón; ella y sus relámpagos abrumadores
inscritos
en la piel de una imagen consciente. La muchacha que era pero divinizada,
estilizada,
dotada
de una sombra hermosa, su pensamiento orquestado por una rebelión de
amaneceres, una tromba de rápidas auroras,
un pronunciamiento
de las flores. Al límite de dios, donde la llama surge y asciende íntima
hacia la
forma pura y su proceso extravagante de reconciliación con el deseo.
Roto el
silencio por la mera ilusión de la corriente, su staccato mineral, atropellado
en su
lección de baile, un vals articulando tintes góticos y un frufrú de seda floja
sobre la pobreza del espacio,
su
ausencia de reconocimiento. Sábado y todo destinado a la ruina, el severo batacazo
del amor
sin
audacia ni crédito. Solo un puñal para resistir el frío,
un trato
de sangre para darse a conocer entre los muertos.
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