Jessie
fotografiada por un mago. Ha soportado el calor y otros defectos. La pequeña
sombra
que se infiltra en el papel, coloniza los colores dudosos, los materializa en
blanco y negro
como en
un revival de furioso angular. La trama se traslada a una gran ciudad donde
abundan
motores y fantasmas. Las máquinas tienen su espíritu para el baile,
sonríen
antes de servir el café. En el parque, la bestia numeraria se ha enterado de la
visita y prepara
sus
fauces y sus grapas, es un monstruo solo de aire, pero encanta, fascina a los
profetas
que ya otean
un nuevo apocalipsis. La niña en la ventana está esperando el tono
para
echarse a cantar. Los jilgueros disuelven bandadas de gorriones con su toque de
queda y por el suelo
ocurren
cosas impensables.
Una
muchacha con trenzas ha salido del gueto para encaramarse al centro de la
estatua; este espacio
seguro forma un gigantesco pedestal que se eleva arisco hacia la parte del cielo más
desangelada; la chica
aguanta
todo por su sangre real, en su vida se corren más riesgos,
suceden
más poemas, acontecimientos teatrales que esquivar con audacia dorsal,
persecuciones
con la sirena encendida, con la boca encendida de carmín. Hoy se ha arreglado
bastante
para
escuchar a Jess, su voz atormentada, la salvaje tormenta de su voz. Nada de
copas hoy, nada de fiesta,
algún
tropiezo semejante a un desafío, una clase de lluvia en el primer estante del
supermercado.
Atletas
procedentes del subsuelo recorren la estructura del parque, miden
la
longitud de los silencios, el canto de las nubes, el trapecio corriente de las
hojas. La muchacha mueve un músculo secreto,
autónomo
y sus piernas empiezan a crearse; ramos de polvo descienden a la noche. Tanto
aire
marea;
sube la fiebre como por una cuesta pronunciada, la temperatura del sol ha
descargado sobre el asfalto
su
entraña plástica, su prejuicio. No hay que temer por el destino de los
vagabundos,
tampoco
por el de la mujer que duerme a la intemperie, pues va a manifestarse una
carroza (espontáneamente).
De
pronto, unos dibujos animados de calidad infrecuente sobrepasan la barrera de
la realidad y entonan
su
mágica cordada, su quinteto de cuerda, un aparte con Yuja y sus probetas de
ensayo, ese piano científico; las ninfas, no,
no las
princesas atónitas con sus delicados estros, sus ojos diamantes y su fe. Jessie
canta como un flan en Times Square,
olvida
la letra y, a cambio, memoriza un deseo intangible, un anhelo general, algo
presente que
se
parece al fondo del futuro. La muchacha ahora busca un recipiente para su alma
entre los hijos de la necesidad;
como
siempre, una multitud boquiabierta observa el trance, toma fotos sin parar,
graba
los
eslóganes, no se pierde una esdrújula de la balada, ni una espina del pescado
ni un
nervio de la carne. Los centinelas brotan de los árboles y los héroes
desnudan
sus mascaras para oír mejor el llanto popular y ver mejor el odio reflejado en
las lunas de los escaparates.
La
ciudad se ha blindado contra el sueño del amor; brinda a la salud de los
muertos y escupe
una
mezcla de rabia y desencanto en la pureza de un vaso de whisky. Jessie ha
pasado sin pena ni gloria
por el
barrio, llevaba una bandera del sur que ardía como un cielo abandonado.
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