Ella es
un alma en su interior. Así camina. Finge caderas, hombros. Su carne es alta,
pura de
los pies a la cabeza. Quién no la ha visto entrar en el portal, subir a saltos
la escalera,
asomarse
a la ventana y sonreír; ellos la ven salir tan tarde vestida de hada buena,
toda de negro
como un
panal de noche, como una fuente mágica.
En el
fondo hay una luz que transmite confianza. Azealia era un ángel vestido de
turrón, Janelle
llevaba
faldas cortas rojas como el aire de detrás del ocaso y bailaba
con un
secreto entre los labios.
Polvo y
fulgor. La tierra responde y su lengua es un diamante oscuro;
la
naturaleza imita al sueño, por eso no se puede soñar eternamente. Jordan se ha
comprometido a obrar un milagro
cada
vez; su esencia no se agota en la batalla ni disimula su esfuerzo. Descalza,
recorre
un valle de luna y se apodera del viento, mueve los hilos de la lluvia,
desciende
un paso roto.
La nueva
chica milagro es la de siempre. Difunde una letanía jovial y las mujeres la
escuchan
detenidamente.
Por fin, se inicia el canje, el intercambio sonoro, su voz
aterriza
en la base del cielo, paraliza el eco de las sombras. Ha citado un arco iris de
nación desconocida:
la
adoran en silencio. Ha convertido los motores en bruma, el asfalto
en una
pista de sangre.
Ningún
alma a su altura, ninguna en su proyecto. Ningún alma olvidada en el tintero acumulando
siglos
de espanto. Un punto de ausencia por el mundo, amaneceres soleados,
vírgenes,
deliciosos campos rubios que invitan a una muerte apacible.
Jordan y
su corazón que sangra de puntillas, se acerca a la montaña, ya paladea la
cumbre
nevosa y
última, el demacrado vértigo y la sed
que solo
dan los besos prometidos.
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