Alma
máter. Jordan ha robado un abrigo icónico de Max Mara en la fiesta
y le
queda bien. Es una gran satisfacción. No habrá en el parque trazas
semejantes, artículos
auténticos
de tal envergadura. El hecho en sí merece un poema decadente,
una
retahíla imperecedera. Hay que ponerse a escribir en el momento difuso,
exacto y
diferente al otro en que la soledad retumba como un abecedario en los oídos y
lleva la mano a cometer pecados,
picias de la pluma. No hay tinta que valga, ni papel en blanco, pantalla o panorama en
blanco,
no
existe el blanco sino en los ojos de algún niño dormido.
Los
pobres lobos han matado una sombra y se la comen –dice Gris–. El viento
ha
entrado en forma y se reparte ahora por todo el extrarradio verificando
nubecillas
gordas. Y ella con su abrigo hasta los pies, canela en rama. Siempre hace frío
como siempre y los portales
rezuman
una densidad empalagosa, un puede ser de cualquier modo.
Subyace
la música mientras se planea la obra. Que está en obras todavía, erizada de
andamios, emparedada
entre columnas
huecas, vallas a medio pintar, algo desorbitada de tanto esperarse con una mano
en el bolsillo.
Coches
que circulan, pero en ninguno de ellos va el amor. Viajar es cómodo entre dos
puntos seguros,
sin
preocuparse de lazos familiares, zonas muertas. Guerras en marcha,
las hay,
como es habitual; disparos sueltos y carreras, un fusil de repetición tirado en
el estanque. Los árboles
no salen
de su asombro, no encuentran las palabras, se creen francotiradores.
No es su
primer milagro, claro está. Donde había esclavitud prende una libertad radiante,
con
ganas de bailar, privilegiada. Albertine muestra su tobillo intacto después de
haber saltado: es maravilloso.
El libro
se ha vuelto del revés, se ha arrancado las páginas y ha caído
en la
mesa puesta a la hora del desayuno. Alma que rectifique su trayectoria solo hay
una (se sabe el padrenuestro
pero no
lo va a rezar).
Jordan
ensordece de tanto mirar el reloj. Está guapa como un espejo; se mira y eclipsa
placas
de rutina. En defensa del arte, aduce que ha sido un verso corto,
aunque
nadie se lo tome a la ligera. Por la avenida, entonces, pasa un vagabundo
estrafalario, de los que canturrean en la iglesia:
lleva un
abrigo icónico de Max Mara que no le sienta bien.
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