miércoles, 4 de enero de 2017

una forma de pena


El dinero lo es todo, tiene forma de pena. Ahora, la juventud del parque ha reconsiderado
su postura acerca de la plata. Tampoco se paga en verso, hay una sensación de falta de interés, el crédito
por los suelos, las palabras que vuelan sin motivo, pero no desde las torres,
planean un atraco perfecto al oído de la noche. El día es siempre igual que ayer, y ayer es
idéntico a sí mismo porque el tiempo ha devenido
espejo y las horas pasan dentro de un orden.

Solo el humo es indicativo verbal de la potencia colectiva. El frío
congela el aliento y las hogueras florecen como rosas nocivas, rosas furcias
habituadas al intercambio y la fluctuación. Jordan (¿de qué la conocemos?) sorbe un puchero,
hace un puchero y una estrella se apaga en qué constelación, dividida en paraísos, cortada por el mismo patrón
del infinito. Ha llorado una vez detrás del árbol
donde el poeta depuso armas y enseres, alma y corazón.

¡Desahuciado de un árbol sin caseta ni nada! Sin trastero, garaje ni calefacción, sin rosas en el alma,
ni tabaco de liar. Se iba a tomar un café al cubo de la basura –si lo hubiera.
Y los chicos formaban un círculo alrededor del fuego,
fumaban hachís apaleado, vendían rocosas placas de un cuarto de kilo (aproximadamente)... Ah, nadie
compra hoy. El dinero ha desaparecido como si fuera un libro alucinante.

La verdad es que se escuchó un poema por el altavoz y allá acudieron las muchachas,
Jordan entre ellas, los muchachos: todos ariscos sin distinción. Jordan tan bella
que se quedaba rezagada escuchando sus pasos, lloviéndose en las manos una lágrima firme. El poema reñía
con la esencia, sucumbía al modo de pensarse, se peinaba para atrás. Cuando el coro
llenó el aire de su acento y las canciones reverenciaron el tono de la soledad, fueron
cortadas por el mismo patrón del infinito que había silenciado las fábricas años atrás, nació el estilo.

La belleza ya no estaba en el escaparate, ni se la fisgaba ni era reconocida en el centro orbital de la manzana,
se movía hacia adentro con un pequeño exceso de velocidad, una aceleración
ensimismada. Las paredes escuchaban entonces la confesión de la luna con los brazos abiertos. La verdad
es que el poema retorcía el ánimo de los oyentes. Solo ella vibraba como un labio,
hermosa en la pura extensión del pensamiento, como una estrella de luz imprevisible.




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