Ese hombre lleva una plantación en el alma: miras hacia arriba y es
azul.
El algodón existe, es del color de la sangre
o más sucio.
Hay un Cantante de Gospel en mitad del desierto, estornuda y cumple una
misión; los inválidos
siguen la estela de su movimiento, cada sonido les resulta en verdad
reparador. No es tarea fácil
competir con la chica-milagro: en el parque hay una sola
red sanitaria que está en su manos ligeras, su piel medicinal, en su
voz incomparable,
más escorada hacia el puro soul de los antepasados
y sus dedos como ramas de un árbol de fuego, los dedos del pianista en
la antesala de Auschwitz, al pie de las cámaras,
sonriendo como niños en la puerta del jéder, como niños nacidos en
cautividad.
La feria de los monstruos ha llegado a la urbe, es decir,
se ha detenido en la entrada del parque esperando su turno; tampoco es
que el góspel hubiera dibujado su música
con fingido entusiasmo por la divinidad. Ni ha degenerado la belleza
hasta el extremo
tosco de la simple grafía, la foto de familia hecha pedazos en el bolso
de atrás del pantalón.
Del campo maternal surge un géiser de sangre, un hervidero. Las chicas
dan vueltas alrededor del chorro
empapándose de esa materia densa, ese color perpetuo que las rejuvenece
y las devuelve al hábito cristalino de la inocencia. Qué dulce la
hierba en la frente del ángel,
qué turbiedad de sus benditos ojos arrojados al cieno de la vida.
La música vierte su cadencia, toda es un fatídico hip-hop
por casualidad armado de luz, amurallado. Lo más trascendental en
este momento que sucede a la vez en varios
universos a una multitud de seres tibios que llevan cadenas
enrolladas al cuello y camisetas
de algodón nativo hechas a la medida de algún gigante perezoso. Es lo que más se
lleva en esta
industria vacía de lo extraordinario.
Plantas una rabia y te crece un beso entre los labios, que tú lo
pisoteas y lo rajas y le susurras
obscenidades, le sacudes ganchos de púgil, y es que estás preparado
para el parque (donde nadie conserva un nombre completo).
Parece que el Cantante de Gospel no tiene nada que hacer contra la chica-milagro
–dura estrella emergente–
que le tirotea –en parábola– y convierte su santidad en el eco póstumo
de un derrumbamiento,
la gloriosa codicia que invade su mirada, en un incendio grave y
destructivo.
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