Se
debilita, no cabe en ningún sitio; el poema ha planteado
una
magia específica, una suma de obsceno resultado. Los grifos ya no expresan su
verbosidad, las bañeras
pertenecen
a un aura no-comestible que todo lo envuelve en su reliquia soñada.
El
poema ha sido acuñado por una persona corriente,
otro
superviviente de la guerra de los mundos (el
puto apocalipsis),
alguien
que tuvo en cuenta las recomendaciones de Max Brooks, un tipo literal. Ahora
que los árboles se apresuran
y las
aceras pedalean a gritos, que las muchachas observan las columnas de humo desde
el terreno
quemado
de Dickens, y los garitos acogen una miscelánea de Schott de seres humanos
acalambrados
y tenues.
No
existe una voz rotunda en cinco kilómetros a la redonda, ni una fotografía
laminada
de los últimos coletazos del reino. No se da el perfil pertinente, adolescente,
la dulce coartada del genio,
ni se
obtiene una ganga en los tenderetes de la historia.
Languidece,
no cabe en ninguna parte; ha procesado la mitad de sus racimos
neuronales,
ha cambiado de autor, remado con fuerza contra la corriente principal,
así
como una estrella exógena del halo, una dudosa sílfide estelar demasiado inconsciente
de su futuro
errático.
Las perlas de su nombre, la tribulación continua a que se ve sometido su
andamiaje, lo crudo que es.
No hay
extremo posible, ni hoguera recurrente ni nave sideral. La soledad
sucede
en todo su comienzo, por todo el camino del arte, por todo el arte nacido para ser
estropeado. La crítica
hizo su
trabajo, dominó los rígidos procesos intelectuales de la pronunciación,
estabilizó su mente
antes
de emitir un veredicto de fragilidad.
Los
poemas se mueren –dice el mejor. Poetas que requieren el auxilio de la
realidad,
acometen
la ruinosa empresa del estilo, blindan su porvenir con palabras exactas. Saber
comportarse
(el
truco de los fósiles) y componer la facha sin exageraciones: ved el secreto de
la poesía.
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