El amor
es una losa que nace de los párpados e invade la sequedad de la piel,
coloniza
faringes y escala multitudes. El amor es un órgano de la melancolía, en el
poema, suena
como se
casca una nuez.
Trepar
los árboles es necesario, hacer cumbre y dibujar,
escribir
con letras de neón que se vean desde la tristeza.
Había
una tradición –también oral– digna en su virtud ausente y, con buen gusto,
a ella
se ceñían los artistas, doblados contra la obra, plegados o de hinojos, en
helicópteros sobre el recuerdo,
bajo
los bajos fondos abisales en busca del diseño inteligente.
Después
de un verso, otro. Y está bien. Mientras la lluvia
ácida,
el viento modular, la lengua hinchada del creyente. Flota la estantería
endemoniada,
levita en su perfecta gloria, infunde respeto (y defecto): su defectuoso
contenido, la combada
superficie
de la vasta cultura.
El peón
es la clave en el ajedrez y la vida. Esconderse en un armario (antes de que la
expresión
ampliase
su significado), huir de la moderna colegiala que seduce con grandes alharacas y
peinados sublimes (pero
sin proponérselo).
Es decir,
la
poesía cuenta muslos con los dedos, habla con la boca llena de silencio.
Todavía
no ha salido el ángel y ya es hora de desesperar
a los
biempensantes (y a sus madres). Puesto que se parece a Aa., sin duda su
presencia enaltece y emociona;
aunque
vaya un poco sucia y fume sin parar.
Y sin
embargo El Parque ondula como un HydePark en lontananza; hecho a la fidelidad
flexible
de la luna, se come los relámpagos y escupe rimas indolentes como un MC
subestimado.
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