Sentada
sobre un rimero de lecturas
atrasadas,
junto a un río de papel de plata, como entre las figuritas de un belén español,
Destiny
tiene
algo que decir. Remodela la idea extraída del subsuelo atómico de su
conciencia. Ha trabajado
duro;
desde hace siglos, viene escarbando los endiablados surcos cerebrales del poema
divino,
enfadándose con el patrón.
Nueva
York sabe a cultura y muestra ese carácter atávico de los documentales de Naomi
Vorhees. La ruina
seduce
con sus parterres babilónicos, sus jardines cercados, su lado-espejo
y su
pensión completa para los caminantes.
La
cuestión es peliaguda,
especialmente.
Porque es la imagen la que habla con el puro regocijo
de las
insinuaciones; ahora cabalga el rap como un surfero ecologista, una muchacha
absorta en su skate-board,
sin
perder un segundo en movimiento, un giro del baile, su ritmo enseña a saltar en
marcha de un secreto
inocente,
es como tomar el tranvía, como coger el tren en una estación
intervenida
por un viajero melancólico (el underground
en todo
su reputado candor).
Destiny
sabe de magia, de escapismo y de conciliación; lleva la inspirada salud de Clío
grabada
en la pulsera, la fama de su nombre en el bolsillo izquierdo, donde el pañuelo
suele disputarle el color
al gremio
de la hierba; donde la voz declina (sweet love), guarda el contraste de un
beso, otro collar de lágrimas.
Entre
las manos sostiene una fortuna en cartas amorosas, un pensamiento de oro
atormenta sus párpados. La forma
del
pensamiento simula una esfera sin metáforas (no sirve para pensar el amor, sino
la realidad); la realidad
es un
manantial de ignorancia, un festín de cadáveres. A toda máquina, en el furgón
de cola,
acostada
en el aire que difiere la comprensión profunda de la nada, que sacrifica su
potencial en el altar
ingrato
de la poesía, sus labios comprometen
el
testarudo click de la verdad, un eterno convenio de belleza y olvido.
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