Entonces,
un verso es necesario
aunque
no lo sea. En poesía –brother– la palabra torna/muda
insignificante/muda,
queda reducida a la forma, queda patidifusa, como si se despeñase por el hueco
de la escalera.
Ante
los ojos latinos de Jordan, el poeta se comporta como un observador
exangüe
cuyo campo visual hubiera sido invadido por la niebla
incierta
de la estupefacción y el pánico.
Es como
buscarle un significado al milagro cuando los propios ángeles
carecen
de propósito y solo cumplen (al pormayor) con su mandato genético. El poema
fascina
por su desinformación
y su metafísica parda, sus incontenibles deseos de agradar.
Jordan
le suelta una patada a un árbol y de pronto una lluvia de palabras
terminadas
en –elo caen del cielo. Hay como una
helada de hielo, una picazón de anzuelo,
turbio
pelaje de terciopelo, algo animal (o es Gris, que se conmueve). Las cosas de
este mundo
se
mueven a velocidad ambiente, pesan lo que una pesadilla, se olvidan de que han
vuelto a empezar.
El
poema es un trópico y, como tal, actúa,
fagocita
los órganos precisos a la expresión, deposita sus tics en una caja fuerte,
y
espera. Una lectura amable es lo que puede ocurrir, sometida a las vicisitudes
de la gramática y la (alta) escuela. El poeta
rumia
su potaje casero de momias reciclables, crea un fascículo
completo
de su obra y lo presenta en sociedad, con gran protagonismo de su parte.
En el
parque, su parte es el espacio nuclear y vacante, trasnochado y nada
flamígero;
el poema es un ángelus a capela, un discurso sobre el estado del corazón. Surge
el pánico
escénico
ante una mirada residente y virtuosa, un concentrado de felicidades
y
orgullo. El primer verso, entonces, es un paseo por el lado culpable
del
futuro; sometido al dulce juicio de la historia,
no sube
de volumen, no rima: solo entra en shock y manotea desesperadamente en el
vacío.
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