Hay en el Parque un punto de
detención, una enredadera terrible; es la habitación
bajo cuya ventana pasas por la noche.
Hay en el Parque un punto inalcanzable, ese extremo de tantas puntas como
estrellas
sofocan la marea y resplandecen. Hay
tanto amor
que no se puede ver de tanto amor,
que no te deja ver.
Forjad artistas el indómito cabello de
una madre,
domad el aire con vuestro humo
generoso,
aglutinaos en torno a la experiencia
de un beso sometido al imperio de la forma.
Hay en el Parque una muchacha
vestida de blanco que va creando tramos
de silencio y va creando espacios deseados,
va creándose. Nadie –tan hipotético– puede
asistir al milagro de este amor
grabado a fuego en la serenidad de un
alma compasiva (musicado por una banda de globetrotters).
El poeta se entrena con una pelota de
barro,
una bicicleta destruida; entre sus
dedos cobran vida los radios, la velocidad se extingue, el talento es
solo un (misterioso) acto de fe. Su
talento recuerda al de los pájaros, su angustia, a la ferocidad de los peces de
colores,
la intransigencia de la mosca, el
cordial abandono de la abeja querida.
Procede un tenso desarrollo animal, una
evolución inespecífica. La idea
sobrevuela el tacto, indulta un chorro
de sucia realidad, quema como un aspa, como una cruz pintada; la idea
abre un abanico de necesidades,
criminaliza el apacible canto de la hondura, fusila
cráteres de soledad odiosa.
Hay en el Parque un alma que no se
deja ver ni siquiera en el trance, vuela como un peregrino
comprendiéndolo todo. Hay en el alma
un Parque invisible al que se llega, una extensión divina de algas, olas,
catedrales impresas en la memoria del vidrio.
Hay un amor que se muestra
en su espléndida locura, tanto cariño
y tanto paradero, faro y estación de invierno; un corazón que arde durante una
vida,
pero no te alcanza, nunca se quiebra para obrar la luz.
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