Vamos
hacia lo desconocido, abrimos el libro y en la página
número
uno (par)
hallamos
un sepulcro blanqueado, una sublimación emergente. Emergencia y turbación.
Alardeamos
del
poder de la escritura, somos artistas encumbrados, simios con lápiz y papel.
En la
ventana, ese cuadro perfecto, una muchacha
atina,
dispone de unos minutos perfectos y no los aprovecha, pierde el tiempo
sobre
una mañana sin escapatoria. El Sol difunde un espectáculo c(l)arísimo,
origen
como fuera; a su orilla, el césped, la nutrición de las ensaladeras, el
victimismo y el trabajo ímprobo
despachado
en los astilleros de la lengua.
Algo
como un espionaje en diferido, el ojo de la cerradura
puesto a
tiro de nuestra polifacética actitud, nuestra actividad exorbitante.
El
obrero tiene un objetivo soviético, apuesta por un embalaje georgiano para su
tradicionalismo;
ha
confeccionado un apurado motivo estético
y lo ha
llamado poema con tal desfachatez.
Pero los
sabios –que son como ángeles opuestos– no nos lo perdonan, abanderan un coro de
estropajosas voces
discordantes,
abominan del arte y sus menudencias; tienen un concepto
inexacto
de la ruina moral, tienen su palco en la ópera, su butaca de patio para el
teatro
burgués
de las grandes firmas transliterarias; conocen la obra torrencial
del
Ogro.
Lo
desconocido se desvanece en la maraña de observaciones (tan rígidas). Todo es
como si des–, un despropósito.
Mientras
la montaña clama al cielo, subimos a la montaña con el alma en un puño
levantado,
pero nuestra voz ya no nos pertenece, tiene una etiqueta y un precio,
justo el
precio que no es, ese que vale tanto como el mar que despreciamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario