miércoles, 19 de junio de 2019

ararat


En otro mundo la civilización ha rebasado nuestra pantalla
tecnológica (extra ball). Miren el plano, dice: usted está aquí. Justo detrás de un primate
inmaculado. El nuestro es un punto muerto entre la zombificación y el éxtasis corporativo,
parece mentira.

A vista de pájaro se otea el horizonte con propiedad, el horizonte anda más lejos de lo recomendable;
buscamos un milagro, algún personaje que camine sobre el mar, que escale el Ararat
con un cordero a la espalda (el puchero de dios). De momento hay un ángel
detenido en la frontera, no lo dejan pasar: su belleza ofende.

El Parque es un ave gigantesca dividida en bellas criaturas
voladoras: búhos y vecinos cuervos, abejitas
y urracas familiares. La hierba mantiene la ficción de un comercio ecuánime, una ruta de la seda
con sus refugios para las caravanas labrados en la piedra firme del Levítico. El Parque
es un estudio farragoso, un cuadrilátero en la ley
regido por el capricho genial de los marchantes (hoy es un centro de cultura universal donde florecen
bibliotecas desiertas y campos absolutos). Hay quien se pasea por allí como una auténtica princesa despeinada
con las uñas pintadas de amarillo, el oro coronando su ceguera, la sombra del cabello
acaparando el peso de la aurora.

Usted está aquí mismo, justo al límite puro del silencio esquina con la voz de la conciencia. La gente
observa el cielo con la irritación del entendido y el desánimo del artista. Hasta aquí hemos llegado,
no va más, somos casi un cadáver con todo ese amor que desprendemos, toda esa lucha libre
contra los elementos químicos y sus reacciones humanas. Oh, pequeños héroes
desatendidos, tampoco nos redime la levedad del aire.

Este mundo ha tocado el cielo con las manos manchadas
de grasa criminal, ha esparcido su infamante esperma por el sagrado lienzo del vacío, se ha desangrado,
vivo como estaba, sobre una antigua mesa de quirófano,
y los dioses le han dado la espalda como niños ofuscados,
como seres queridos.



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