Cuando la noche se pega
en los zapatos
y cruje la mirada como
un arma blanca, y los extraños buscan una moneda
en tus bolsillos,
siempre hay un puente que cruzar a toda prisa, un árbol que escalar con las
rodillas
sangrando, las uñas
negras de haber estado en ascuas, los tímpanos
luciendo cicactriz.
Hay una ciudad para cada
instante, cada instrumento, cada
luna. La luz se rumorea
entre dos filas de vehículos, alza una mano ensimismada
y se dispone a hablar.
Cuando habla, la luz se te pega en los zapatos,
no se quita, es como un
chicle embarazoso.
Ahora, el bar abierto,
la cantidad de neón,
su aburrimiento
incombustible; ahora, la barra que se tuerce y se desquicia,
gana segundos en su
movimiento hacia la soledad. La angustia se perfila como un burrito
rancio y sin estilo,
como una música de corte
estático, veinte gramos
cortados por lo sano.
Noche, no hay. El sol,
caleidoscópico y todo, palidece porque está hambriento, subyace a las
apariciones;
una muchacha transparente
que mira con un solo ojo ciclópeo en mitad de la frente, que es como un pecado
de visión; su vista
sanadora,
innumerable, capaz de distinguir hasta la escena de Broadway, ese cuerpo
cinematográfico.
Fuera de foco los
milagros se disocian, pero resplandecen. Verdaderos
psicópatas disfrutan de
una función reparadora, vuelven a la vida, se sumergen
en el plácido bullicio
de la alteridad.
Donde una flor no cueste
nada, un peluche pueda ser
atropellado, debajo del
puente, en una tienda de campaña al abrigo de las contradicciones;
ah, el futuro es un arte
–cosmético al fin y al cabo. La palabra
busca el eco ritual de
la miseria, sale a todo tren de la miseria, rompe
amarras con el tiempo y
la distancia. Vale luz.
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