La pena de muerte es la
moral de la clase dominante. Por suerte, la ley de Bugliosi
no está escrita en el
Parque.
La poesía dicta su ley,
que es una amalgama de predicados
unidos por su peso
muerto, su ética moribunda, es una tira de periódico, un folletín a lo bestia,
un salvoconducto
que ni Dostoievski ni el
hombre de la barba y su ego invisible. Oh, dicen que ha muerto
Toni Morrison, la
noticia ha llegado por correo certificado, un certificado de defunción. Toni ha
dejado
otro estilo de vida
americano, un respeto.
Quiere decirse que el
Parque no es ajeno, no responde pero sí pregunta, sí aprende,
posee información, hay
pasquines por las calles, del balcón de J. cuelga una pancarta. Ahora
el Amor ha pedido la
pena capital y el juez Older
está de acuerdo (siempre
hay un juez dispuesto a apostar al número trece). Hay que ver
la pena que da el Amor.
La poesía debe trazar
sus propias coordenadas
morales, su propia
filosofía de las emociones distinta de los códigos. Ah, sus jueces son
ángeles reales que moran
en la historia, de ella surgen como héroes, heroínas
apostadas en la cumbre
de la fantasía, seres de un solo corazón,
y una sola virtud
arrolladora.
El Parque ha dictado
sentencia, Jesucristo era un vagabundo, un saco de huesos
cosido a puñaladas,
incendiado su rostro en la pira del sol. Destiny® va educándose, formándose
una opinión, ya sabe por
dónde queda Beale St. y qué fue de Sandra Bland (su nombre es el primero de la
lista,
pero la lista ya es
interminable).
Así se hizo la revolución
(Robert Glasper
puso el blues). El poema
se alzó sobre las ruinas del último ejercicio contable, ¡qué aplicación presupuestaria!
Destiny®, aplicada alumna,
moderna colegiala, invitada de honor a ordalías y autos de fe.
Ni una gota de sangre fue
derramada. Un sumario de versos recogió todos los casos
posibles, un jurado de
rocas y briznas de hierba deliberó durante una eternidad: su voz
unánime, antológica,
resuena todavía por toda la bóveda del arte.
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