Poesía del siglo diecinueve, apenas seis
grados de separación. Poesía para después de una guerra. Una guerra que siempre
ha terminado, siempre termina como un poema: mal.
En cada tibio cadáver la guerra ha terminado, cada gota de
sangre derramada es un punto final.
Los siglos se superponen, montan unos sobre otros,
descabalgan oleadas carmesíes, son pura penitencia.
La poesía está toda pulida, toda zanjada,
toda. Se redice, es un arte redicho, los poetas,
redichos, equivalentes. No debería
legarse a los poetas tan fatigoso sello. La poesía se
reproduce y muere, es un arte
reproductivo e infeliz; la mara poética parece una
compañía de Jesús,
empeñados en reabrir el sol de medianoche, en acabar con
las existencias.
Blasfemar con elegancia, comunicar
un sueño divisorio, avalar una temporada de lluvias. El
tiempo es pura disciplina,
sucede sin proponérselo; este es el marco propicio a la
lírica y su incertidumbre. Blasfemar
con glamour es tarea primordial de la poesía (lo dice
Gombrowicz, aun sin proponérselo);
manifestar un espacio: la vastedad
interpersonal.
Indagar tenazmente
en un cuerpo del s. XIX, vaticinar su muerte metafísica,
asistir a sus postrimerías,
calumniarlo por última vez, resarcirse por última vez.
Cada gota de sangre es un poema con una mala solución
final. El esfuerzo
no puede ser más baldío, más infructuoso y carente. Mejor
dejarse ir, mejor dejar pasar, retirar el servicio
antes de que la grasa estropee el mantel,
dedicarse a observar antes de que se empañen los cristales y
la brisa
pulverice su anemia sobre el desierto campo
de batalla.
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