Estas flores que ignoran el paso de la muerte,
su contundente peso,
que abrigan en secreto la esperanza de verte
y en secreto presienten tu regreso.
Rápida fue la vida
esa clase de amor que no se olvida
porque dura la parte más alta de un segundo.
Las cartas que escribiste y no enviaste
y fueron pasto de la desmemoria,
las que dieron al traste
con la letra pequeña de la Historia.
(Esconder una flor en una carta
y meterla en un sobre.
Y esperar que el correo la reparta
y el milagro se obre.)
Las deslucidas galas del intangible otoño
sufren el giro anual de tu desvelo
y el roce de los dientes de su blanco retoño,
que parecen de leche y son de hielo.
Saltos de rama en rama, claros trinos,
las espadas en alto de la Naturaleza,
leves salteadores de caminos,
herederos de Alcíone y su alada tristeza.
Eres tan importante
como una Sinfonía de Beethoven,
tanto que ante tus ojos, ¡oh, Beatriz de Dante!,
no es raro que los ángeles se arroben.
Solo tu pluma urgente,
desterrada del tiempo en tiempo y forma,
tiene la vida en mente
y promulga la muerte como norma.
Estas flores del aire y la melancolía
que ignoran las contiendas del pasado
y crecen bajo el mismo fuego de artillería
que vio nacer en ti la luz como un soldado.
Todas las cartas rotas,
todas tus cartas muertas y enterradas:
las que cantan victoria en las derrotas
y las que nunca fueron derrotadas.
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