Si dura todo el año –si es eterno–
no parece noviembre. Hay una seriedad docente en el
otoño, una exigencia
grave: se exige
caer.
¡Dosificaos!
La
caída puede ser escandalosa, pueden
caer imperios, acaso alguna hoja quebecois, una rama de la física, cierta flor cohibida;
las hojas suelen desprenderse del libro de la vida con
una exhalación,
caen por la vía de la exhalación, separadas por un
vértice de aliento.
Ah, cuando el espacio se defiende,
arrecia, se alarga como una pista resbaladiza, un
duermevela
–pista-resbaladiza / duermevela–. Como toda palabra interesante,
todo eco, toda fórmula,
como toda débil luz,
decapitada luz.
Si aguanta todo el año, si pervive, no estamos en abril,
no existe el mes siguiente, el tiempo se reduce a un dócil
impuesto sucesorio, qué diezmo extravagante. Capaz de
durar siglos, de construir
catedrales en el fango.
Ayer hizo calor, un Ángel ebrio
se dejaba caer
desde la luminosa plata de sus labios dormidos, desde su
trance,
innúmero y glacial. Su espada chorreaba
pronombres: uno por cada alma,
otro por ti.
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