Despersonalizada, la luz vuelve a las calles. Las chicas
salen del aula
y se dirigen –son teledirigidas– al parque más cercano,
bromean, cuchichean,
aluden a las columnas de humo, cuentan bocinas,
siguen el campaneo inmisericorde de las aves; compran
chucherías en aquel puestecito aterrador
(protagonizan la sitcom del extrarradio).
ssshhh… (algo palpita en el recuerdo, algo superior al
miedo). En teoría,
las chicas salen del colegio y se liberan, encienden
cigarrillos
rubios, cortan el aire con su nimbo corporal.
sangra baldosas, marcos y ventanas, lleva la pintura en
la sangre. Dentro, el padre
dijo adiós hace mil años (mamá
fuma sentada en la escalera de algún otro edificio
paralelo); los perros
no se atreven a mirar.
abatida, encienden sus pitillos, conspiran contra la
realidad. A veces ocurren accidentes
a cámara lenta, gente que se precipita, entonces, la
fábrica se convierte en un plató de televisión y la oficina
apesta a alcohol medicinal, pero la ambulancia solo se
salta los semáforos en la pantalla.
más oculto que el miedo, camina por el barro con la
frente alta, se dirige al parque más cercano
y canta, muestra una educación que no le pertenece. Su
voz tiene la piel oscura como el cielo, la piel tan clara como el agua
dorada por el sol.
hacen sombras con el mundo, golpean sin compasión, su
poesía muerde como el hambre, produce las bases
en el corrillo del parque, llega molida a casa
buscando a tientas un hilo de silencio.
Léon Spilliaert (1881-1946) - Vértigo |
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