Nos situamos en lugar aparte, donde las piedras
caigan de menor altura: es nuestro ámbito. Aquí esperamos
la muerte
sin mover un músculo, tempranos frente a la eternidad,
sin esculpir el mármol
ni componer epitafios glaciales, sin preguntarnos por las
flores adecuadas, la calidad de la madera,
el tiempo que tarda en calcinarse un cuerpo, ni a cuántos
grados de temperatura hierven
las heridas.
La luz se malogra y solo indica un atajo a la música
(electrizante), una guitarra eléctrica sin batería, un
bajo y a otra cosa, una piel percutiendo
en la conversación (un piano en la memoria: upright!).
Nuestra música se sitúa en torno al horizonte,
revolotea como un buitre de buen gusto, una paloma
negativa. El canto asciende y se remansa, es el agua
detenida en los cúmulos, es el agua que recorre
un circuito inverso (el pasaje de la Poesía).
Trámites y desencuentros, los ahorros de una vida puestos
por escrito, parafraseando
la locuacidad de Emily, interpretando su belleza
ecuánime. Nuestro
ecualizador sensorial es su campo de violetas. Merecíamos
un campo y pisamos un pedregal vastísimo,
somos propietarios de una tierra sin fondo, de un vacío
elocuente que pesa demasiado.
Nuestro verso se aclimata, sin embargo. Sin embargo,
partimos de la base
y calculamos el nudo pitagórico de un espejo cóncavo
cualquiera, ligamos bases con Sara Socas y sus benefactores,
somos heraldos del KRIT, criados a la sombra
y el duermevela del KRIT; salimos al escenario a
velocidad cadilláctica,
reverenciando su corona de espinas.
La música nos comprende mejor que los célebres poemas de
la gloria: el verso no nos saca de apuros.
Viajamos por el cielo encapotado construyendo, gota a
gota,
una pared imaginaria; nos arrimamos al Arte, que no nos
considera. Ah, nuestra
soledad es nuestra fuerza, nos acompaña como un pitbull
lazarillo. Estamos en las nubes y nos mata la sed.
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