Punky apura un trago de Kut Klose. Ol-Skool.
Los noventa revientan por la mirilla, por los resquicios,
el quicio de la puerta, se filtran.
Entonces, el humo se elevaba puro
y desquiciado, salvaje como una nube
roja en el desierto.
El desierto es un lugar para la alta
política,
por los espejismos. Toda la sed es
poca, arena por los huesos, arena y más: en los zapatos, encaramada
al mástil de la bandera negra. La
música hace estrellas por ambos lados del estéreo,
es retomar el ritmo y ver un manto
nada lúgubre, una finca luminosa entre dos ríos de luz oscura.
Tanta noche para no acabar de
tropezarse con la luna. En el desierto, la música
infla su pecho de tormenta, rasca un
tamaño de jazz indescifrable.
Punky no había nacido cuando los años
ya perdían consistencia entre líneas y mensajes. Kut Klose
sonaba como un arma corta en el
silencio, con la pureza y la necesidad de los corsarios,
ese llanto imprescindible del barrio
grande elevándose hacia la salida
del espacio. Surrealista es la palabra
que andaban buscando los surrealistas,
esa gente con bigote y amistades. Una
pintura falsa y un falso bigote, como Groucho. Los detalles falsos
y la pintura más irracional en una
foto fija de la realidad. Cachos de acontecimientos
repartidos por el tiempo en rebanadas
mentales; colores fatuos, flacos,
engreídos como rosas de jardín.
Los noventa han terminado hoy, dicho
sea de paso. La canción
se va agotando, el tacto se desprotege;
las chicas siguen en el parque vendiéndole futuro
al mejor día de la semana. Sus piernas
son una condición como aquella que salía natural por la puerta del destino.
Coko, con sus piernas de un kilómetro
de luz de luna, poniéndose a saltar. Una voz
donde llegar, a donde ir. Sin miedo.
Como cualquier década ominosa, la
música continúa explicando los sueños.
Es un descalabro controlado que no
tiene final. Por eso asistimos compungidos al baile, vemos bailar
a los muertos, y sus huesos retocan el
lienzo aparte del paisaje común, la existencia
y lo demás que yace en nuestro apático
cuadrante universal.
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