Qué título. Sobrenatural. El juego táctico,
mágico
pero así: lógico. Hay una lógica en la
magia, como en el grifo del agua. Salir del barrio de las casas bajas,
del barrio con los perros y las balsas
negras donde se refleja la luna como un mar inferior, sobre el mar, sobre el
rap,
salir de casa y ver las armas
brillando a la luz de los faros, el fogonazo repentino, la descarga
y la sangre nueva que es la sangre
joven, que es la sangre del león.
El arte sube por los callejones del
barrio y se retrata en paralelo al ocaso, rueda por la cuesta
con unas copas de más. Ah, el
barrio..., no aquel tango feroz ni el otro medio semejante, arrabalero;
es un sitio grande y despoblado bajo
el sol, un descampado para que derrapen los autos,
una esquina gigante, la furiosa otredad
de un charco proletario, es la fealdad de los bloques, los jardines
turbios como caminos de grava, árboles
fugitivos.
Sexo y tráfico de órganos. Un aroma
rígido moribundo a hierba de primera y ataúd, el dulzor de la carne
batiéndose el cobre frente a la sed
del viento. Tráfico: micras, gramos, onzas, una variedad
de corte. Un centro comercial como los
otros. En ciertas calles, en ciertos reservados serios
y muy logrados, cinematográficos,
hechos a la medida de los pantalones anchos y las botas de color café,
de las gorras de béisbol zurdas a rabiar. El barrio es un rostro moreno
entrando por la puerta de la iglesia,
es un color marrón disparando balas de fogueo, yendo a la escuela en autobús.
Y es la fatiga de los trabajadores que
regresan a casa por la noche
con las manos vacías.
Por eso suena duro con esa
contundencia metalúrgica, ese eco póstumo, gremial,
triste como un sedán aparcado en la crème de la nubada, como un cadillac
vibrante cargado de chatarra o pelotas de golf.
El profesor sabe que Coko llegará a
ser; es su palabra contra el destino. Por eso nunca la reprende
(ella, ensimismada, tarareando un
éxito que es la banda sonora del futuro, sin hacer los deberes
un días tras otro). Sabe que la
aritmética del barrio sirve para ordenar la realidad en clases sociales,
se trata de una cuestión previa
imposible de eludir, una tragedia que se superpone a las siguientes.
Aquella voz que atravesaba los cristales
para dejarse los ojos en el cielo.
Que bordaba los versos con secuencias de
olvido y se elevaba hasta el anfiteatro de la felicidad.
A cualquier hora de la tarde, una
muchacha con suerte,
la belleza del mundo creyendo
ciegamente en la benevolencia del azar o, de otra forma,
en la discreta misericordia del tiempo,
su monte de piedad.
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