Oh, es una montaña del género barroco; mejor que los mil y pico libros
del tío Víctor,
más allá de los mil cuatrocientos de Blavatsky (de las 1.280
almas de rigor),
un compendio fiscal, el maremágnum. Esto se repite,
de aquí escapa la mano mágica de Jordan, que sale de la tierra como en
un largometraje de la serie B,
avanza una probabilidad imaginaria, su estilismo organizativo. Entre el
torrente
rústico de palabras y composiciones, ese mar ruidoso y ambiguo que
rompe tabúes como cráneos, la persona
de labios amarillos que escucha a Daniel Caesar (respetando la herencia
del soul).
Esta aristocracia que se impone sobre la minucia resultante del
esfuerzo innatural de la mecanografía,
su trabajoso afán que obtiene la recompensa menos satisfactoria. Es la
naturaleza directamente implicada en el chollo
luminoso del arte y sus Ifigenias sacrificiales, relativamente
acreditada cuando enarbola su lanza térmica en pos de la noticia
abierta y su tic continental.
Es una proeza digna. Un caramelo a la puerta de la Academia. La
poderosa droga, el fentanilo en las venas
de la patria corrupta y sus aranceles literarios; el guionista español
se mesa los cabellos
frente a la demolición de su casita gótica, su gótico carpintero de
segunda mano, mal realizado, espantoso y poco espabilado,
masificado en pisos de protección criminal. Los guionistas y los
editorialistas –juntos pero como revueltos– ensillan
sus monturas apaleadas, arrean y sudan por aspersión, huyen del poema terrenal,
la mayúscula lluvia que arredra y atenaza, que fusila los párpados y
saca la basura después de cenar.
Se trata de una nueva hipótesis, grande como un tornado americano,
grata lo mismo que una crucifixión ajena,
espectacular; la sucesiva lapidación de un motor de doscientos
caballos, el escarnio público de la enésima nave Apolo.
Los versos creen en la potestad y el empuje industrial,
abusan de su materia compulsiva, resultan oprobiosos, neutros cuando no
podrían serlo;
hay que escarbar en el serrín obsceno de los bares cerrados, en la
arena del circo, el festín sanguinolento de la plaza,
hurgar en el monoteísmo de la nación para hallar un solo acorde
prodigioso,
una mínima escoria del teatro puro que sepulta la magia.
Jordan ha creído en su belleza de estrella
y ha escalado posiciones en el elenco furioso del Olimpo (desplazando a
otros exterminadores). Su rostro
encuadra el portentoso fiasco de la felicidad, todas sus insinuaciones
postergadas, su labor de zapa. Sus manos dibujan
credos o aplauden sin ganas la representación del caos-ordinario-universal.
Es una partícula
lo que puede con ella, el consejo capaz de aliviar el bochorno de la
corte, otro verso irradiado por la masa lírica y su concentración
gravitatoria, su Laniakea métrica, que invita a una era de oscuridad y
log(r)os (porque la libertad
ha muerto en brazos del silencio). Tal vez se hizo la luz demasiado
temprano
para ella. Tal vez la forma no fuera consecuente, el vacío fuese
demasiado perfecto, tristemente perfecto
para la poesía de su voz.
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