El árbol que se muestra como un perfume local. Campo a través los
perros
traquetean como locos,
algunos van cojos pero por inercia corren como locos, son los animales
típicos en este cerca de Los Ángeles.
Los Ángeles se llama el mundo
después de la deflagración número tres, tras la infamia nuclear, esa
amenaza tuerta, retorcida
y viscosa. Es una gran ciudad con pocas avenidas, unas pocas vías de
escape,
trayectos cortos de unas pocas millas, rectas horizontales como el
horizonte, verticales
como el vértigo.
Tantos ciberataques orquestaron al final un virus
victorioso, diseminaron su arritmia electroausente por el entero parque
tecnológico. Los piratas informáticos
informaron con presteza a los tiburones de sus propósitos
financieros; luego, el viento estalló llevándose por delante
la mayoría de la infancia.
Policía haciéndose cargo: es la nueva introducción al miedo, la postrer
iniciación,
la religiosidad más oportuna. Hay sacerdotes –antiguos pederastas– con
gafas sin graduar y anillos de oro,
dicen misa de difuntos y esparcen sacramentos como si fueran las
semillas de una enfermedad
incurable (pero los niños ya no se acercan a nadie).
Columnas de humo se verán a lo lejos; la Nación Sioux
renueva sus tradiciones. El odio no es tradicional, es la novedad en la
escuela, hay que aprenderlo
por inmersión, como un idioma extranjero.
Jordan dijo: podríamos aprender a hablar en igbo, y yo tendría una
niña de nombre Ifemelunamma
y la llevaría al parque a escuchar el amor. Todo por un libro
moderno y sustancial. Y alguien dijo: podríamos escribir un libro de
quinientas páginas,
ponerle un título ganador y ganar el concurso de nuestras
vidas.
Ahora el humo sale de un cigarrillo rubio mezclado con hachís y algo de
hierba más coloquial,
las risas sobresalen del cigarrillo rubio mezclado con hachís y algo de
hierba
más conceptual, algo eterno se adelanta por el lado de la devoción,
algo violento.
Los Ángeles dominan aquel muro de 2020. Cada cien metros una giralda para
llamar a la tragedia;
y los perros que corren como locos al oír las campanas,
y los jóvenes que beben a morro de las botellas verdes –a dos euros la
unidad– que asoman de la tierra demolida.
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