¿Quién se acerca temeroso a la literatura una tarde radiante de verano
(demasiado
interrogante) cuando la realidad se muestra esplendorosa en toda su
radiante radiación? Pero la novela se resiste,
no autoriza al autor, amanece taciturna y voluble como en un relato
corto del contable Muller,
ese personaje antipático y tan escasamente vigoroso
(salvo cuando coge el fusil).
Hay que tomarse en serio la ansiedad, con seriedad alemana, de
frontispicio, de aula
magna, hay que salir a la vida con la idea de una tesis doctoral en la
cabeza. Por eso los cambios de siglo
son tan elegíacos, se plantean destruir la convivencia
organizada en infinitas metáforas, construida a fuerza de promesas
inconscientes
e infinitos retales narrativos muertos de sueño. El mundo se merece una
realización exagerada, un martes
de carnaval, la propiedad definitiva, merece un intérprete menos retorcido,
alguien con savoir faire, esa elegancia
brutal de los deterministas.
En el parque ya se sabe que los autos son todos (el cadillac) del KRIT,
un asiento para Mara, exclusivamente (aunque
a veces Big Bopper se pasa por ahí). Se sabe que todos los besos
son de Jordan
y todos los balcones se asoman al vacío. Esta es la gran literatura: he
aquí el mundo, regordete,
vestido con ponchos y cenefas, canesúes y fieltro, haciendo un manspreading
calcado del maximalismo proustiano, o quizás de su alter ego de
Brooklyn, Ira, el monaguillo residente.
Parece que el arte de escribir es tan molesto como una separación de
poderes, algo así, con ese tufo coloquial,
recalentado, industrial acaso; algo propio de un barítono
desafiante, un poema inconcluso. Pero el poeta del parque ha estudiado su
lección de alemán
hasta las últimas consecuencias (con el beneplácito de unos 220
psicoterapeutas) y ahora conoce las prohibiciones y las prestaciones,
las admoniciones religiosas del imperio, y prefigura el escándalo de
pintar un cuadro, la minuciosa
tarea de completar un verso: con acuarelas y briznas de hierba, tierra
húmeda color hueso,
color tormenta seca, e incluso de otro color.
Guardar la esencia del pecado, acostumbrarse a vivir con un ojo
puesto en el teleobjetivo de una cámara común, algún escenario
propicio, con la mente puesta en el lenguaje y sus comités
de bienvenida (y su Comité Central). El Arte solo funciona hacia el
fondo, cerca del abismo,
que no es tan divertido como el infierno, donde no llegan los escalofríos
del milagro y el ángel aletea, explosivo como una mariposa
terca, mas sin la belleza de los elementos, sin el fulgor dorado de la
arena.
Así, la novela avanza desde el asiento de atrás; en posición de ver las
cosas más interesantes, de observar
la coyuntura miserable, gangrenada por la termita y el éxtasis,
masajeada por las manos dormidas de los estilistas,
morigerada, crítica en sus escaramuzas inaugurales, el vertiginoso
elenco seleccionado en las aceras de South Presa
entre heroinómanos y perros destacados, entre erecciones, aliteraciones
y colas de relámpago.
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